Las estaciones
En un pequeño país había una pequeña ciudad. Y en esa pequeña ciudad se encontraba un bonito parque con muchos árboles con sus hojas siempre verdes. A la sombra de esos árboles venían muchos niños a jugar.
—¿Viste esa nena de las trenzas doradas qué vestido más bonito trae hoy? —le decía la acacia al roble.
—Sí, y mira aquel pequeño en el columpio, que risa tan contagiosa tiene. No lo había visto antes.
—Es nuevo en el vecindario. —se insertó el álamo en la conversación—. Se mudaron hace poco.
—Pues vamos a darle la bienvenida, a ver ruiseñores entonen su canción.
Las aves se acomodaron en las ramas formando un gran coro y una dulce melodía llenó el aire.
Luego las ardillas se sumaron con unas atrevidas acrobacias ejecutadas al ritmo del toque del pájaro carpintero.
Los niños se quedaban con las bocas abiertas halando a sus padres por la ropa y señalando hacia arriba.
Al cierre las flores deslumbraron con bonitas coreografías dirigidas por la suave briza que refrescante se paseaba entre los árboles.
Después de prolongados aplausos, los chicos retomaron sus juegos y la alegre algarabía se oía hasta bien avanzada la tarde.
El sitio se llenaba de muchachos todos los días. Los árboles los recibían con entusiasmo, proveyéndoles sombra, protegiéndolos del sol del mediodía.
Y parecía que así sería por siempre.
Pero un día un cuervo irrumpió en el parque batiendo amenazante sus alas negras y con su voz ronca comenzó a gritar:
—¡El frío viene! ¡El frío viene!
—¿Quién es ese, que está acabando con la armonía? —preguntó el álamo.
—No sé, primera vez que lo veo. —respondió la acacia—. ¡Es muy impertinente!
—Por favor, señor pájaro, —se dirigió el roble al desconocido—. ¿Por qué alborota nuestra comunidad? ¿Qué es lo que quiere?
—¡El frío viene! —seguía vociferando el cuervo y después de dar varias vueltas continuó su camino ruborizando el aire con sus gritos.
—“¿El frío?” —se preguntaban todos—. ¿Qué es eso?
Todavía estaban hablando cuando, sin que nadie supiera de dónde, vino un gélido viento que dispersó a los muchachos cada uno a su casa. Y los árboles se quedaron tristes, porque pasaban los días y nadie venía.
—¡Adelante, ruiseñores, alégrennos con su canto! ¡Hagamos sentir a los niños bienvenidos otra vez!
Pero los ruiseñores se habían resfriado y ya no podían cantar. Se levantaron y se fueron en busca de un lugar más cálido.
—¡Ustedes flores! ¡Anímennos con una bonita danza!
Pero las flores se asustaron y se escondieron.
—¿Qué vamos a hacer? —se preguntaban los árboles—. Se siente tan desierto y apagado aquí.
—¡Vistámonos de colores! —propuso el álamo y, dando el ejemplo, fue el primero en cambiarse a amarillo.
—Me gusta la idea, —dijo el arce y se atavió de rojo.
Los otros se sumaron, disfrazándose de distintos colores.
Sólo el viejo pino replicó malhumorado:
—No, yo tengo cosas más importantes que hacer.
Y fue así cómo nació en esa pequeña ciudad el otoño.
Los curiosos niños comenzaron a salir para ver tal maravilla, que nunca antes había sucedido en su vecindario. Y por un tiempo seguían viniendo a su colorido parque. Pero el frío se hacía cada vez más fuerte y buscando calentarse todos se apiñaban en el pequeño claro donde llegaba el sol.
Entonces los árboles se reunieron otra vez.
—Ya no quieren jugar cerca de nosotros —decía el arce.
—No, ni siquiera les atraen nuestros vibrantes atuendos. —les respondía la acacia afligida.
—El que gritaba “El frío viene” tenía razón. —dijo el roble pensativo.
—Ya nadie va a jugar bajo nuestra sombra, ¡les damos más frío! —dijo el abedul, bajando sus ramas entristecido, y una tras otra comenzó a soltar sus coloridas hojas como si fueran lágrimas.
Los demás árboles al verlo también rompieron en llanto.
Y lloraron hasta que exhaustos de tanta angustia se quedaron dormidos.
Al pasar una nube por allí, le dio pena verlos tan desabrigados. Tejió una manta blanca, los tapó con ella y se marchó.
Solo el pino se había quedado verde, pero resguardándose de la ventisca se encogió tanto que las hojas se le redujeron a filosas espinas.
Y fue así cómo nació en esa pequeña ciudad el invierno.
Al no tener con quien compartir el pino se fue amargando; y aunque los niños seguían viniendo, y sus risas seguían alegrando todo alrededor, él, molesto, solo les arrojaba piñas secas.
Pero un día al abrir los ojos por la mañana se sintió diferente. Y cuando se miró vio que sus ramas estaban adornadas con guirnaldas y vistosas esferas. En la cima majestuosamente se posaba una enorme estrella dorada.
—¿!Y esto qué cosa es?! —dijo el pino insultado, apuntando amenazante con sus agujas— ¡Quítenme todo esto de encima ahora mismo!
En ese momento el sol se levantó, bostezó y estirándose rozó con sus rayos la brillante vestimenta que estalló en un sinnúmero de deslumbrantes destellos, dejando al viejo gruñón sin palabras. Los curiosos pequeñines no tardaron en venir corriendo.
—¡Qué bonito! —exclamaban—. ¡Guau, es el árbol más lindo que hemos visto! —y tomándose de las manos fueron danzando y cantando alrededor del pino que, sorprendido por ver tanta alegría, ya había dejado la idea de sacudirse los molestos adornos, y desde entonces los llevaba puesto orgulloso en esa época del año tan especial.
Pasaron los días y regresó el cuervo está vez gritando:
—¡El frío se va! ¡El frío se va!
En cuanto lo escucharon las flores comenzaron a salir cautelosamente de sus escondites.
También se fueron despertando los árboles y al ver que estaban completamente descubiertos se perturbaron.
—No me ha quedado ni una sola hoja —se lamentaba la acacia.
—A mí tampoco —le respondía el álamo.
—Necesitamos un follaje nuevo, —dijo el roble.
—Sí, pero va a llevar tiempo. —replicó el arce.
Entonces algunas flores, apenadas por su situación, subieron a sus ramas y permanecieron allí cubriéndolos hasta que les nacieran hojas nuevas.
Los ruiseñores regresaron trayendo lindas canciones que habían aprendido en el sur y poco a poco la vida volvía a bullir alrededor.
Y fue así cómo nació en esa pequeña ciudad la primavera.
Aunque fue breve, ya que el verano no se tardó en reclamar su espacio, que a su vez tuvo que ceder nuevamente al otoño, y el último al invierno.
Y fue así, mis queridos amiguitos, como nacieron en esa pequeña ciudad las estaciones del año.
El fin.
Las estaciones
Gabriel Revé
Copyright © 2025 Gabriel Revé
Edición: Wendy Soler
Los personajes y eventos retratados en esta obra son ficticios. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o fallecidas, es pura coincidencia.
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Dedicado: a mis queridos hijos

