—Víctor, Víctor…
La voz se hacía cada vez más débil hasta que naufragó en un denso silencio. El mundo se esfumó y solo quedó una mera conciencia de la esencia: “soy…”, “existo…” y nada más. Cero pensamientos, emociones, sensaciones. Todo se desvaneció. Me encontré suspendido en una dimensión sin tiempo ni espacio. Dimensión cero. Un instante eterno. Al menos así se grabó en mi memoria. De repente el vacío estalló fragmentándose en infinitas y filosas astillas de dolor, que implacablemente se clavaron en mi cabeza. La realidad estaba recobrando espacio y no de la manera más noble.
—Con cuidado, no se apuren.
—Levántele la cabeza.
—Presión arterial está bajando. Llévenlo directo al hospital de Orma. ¿Usted es su familiar?
—No, pero iré con él.
—Acompáñeme. ¿Su nombre?
—Elia.
Traté de abrir los ojos, pero las fuerzas me traicionaron y el mundo comenzó a dar vueltas pero no se apagó. “Pip”, “pip”, “pip”, se está acercando, “pip”, ” pip”, qué molesto, “pip”, ” pip”… ¡Qué insistente! “Pip”.
—Está volviendo en sí, llama al doctor Pedroso.
Volví a intentar abrir los ojos, pero algo insistía en mantenérmelos cerrados. En mi mente reinaba el caos bajo la funesta sinfonía del impertinente “pip”, que no cesaba de martillar mis desafinadas neuronas. La tentativa de examinar el resto de mi cuerpo no trajo resultados muy alentadores. No tenía fuerzas para nada.
—Está evolucionando bien, si sigue así mañana le cambiamos el tratamiento. ¿Quién entra hoy?
—Jiménez.
—Está bien, yo lo veo antes de irme. Mercedes, por favor dígale a sus familiares que está fuera de peligro. Buenas noches.
—Hasta mañana doctor.
Las voces se alejaron. Esa noche la pasé inquieto. Por momentos me parecía estar en otro lugar. Debe ser por la fiebre.
Al otro día me sorprendió una dulce caricia por la mejilla.
—¿Elena?
—Shhh, no te esfuerces mi amor.
Mi adolorido cuerpo me confirmó que lo que pasó no era una pesadilla.
—¿Dónde estoy? —pregunté con voz ronca.
—En el hospital, tuviste un accidente. ¿Cómo te sientes?
—Mis ojos…
—Están vendados.
Me iba a decir algo más, pero en ese momento una ruidosa discusión en el pasillo la dejó con la palabra en la boca.
—Pero comprenda seño, es solo un minutico. Solo para verlo con un ojo y nos vamos —retumbaba el inconfundible bajo de Rafael, mi jefe de brigada.
—Entienda señora, nos escapamos del trabajo para venir temprano, no podemos regresar así no más. —Ese es Pacheco, el plomero.
—Nos vamos a portar bien.
—Rapidito-rapidito.
—Ni se va a enterar.
—No vamos a molestar, se lo juro.
Excitados como unos niños allí estaban casi todos mis compañeros de trabajo. Con el ingenuo alboroto de los chiquillos de secundaria derribaban la valiente defensa de la enfermera. Al parecer el asalto resultó, ya que sonó la puerta y se estableció el silencio.
—¡Mira!, allí está nuestro héroe —dijo uno casi susurrando.
—Buenas —eso fue saludando a mi esposa.
—¿Cómo está?
—¿Despertó?
—¿Dijo algo?
—Que cómico lo pusieron. Parece la momia de la película del sábado.
—Quién lo mandó a ir pa’ arriba del KP3[ Forma popular de llamar los camiones de marca KRAZ(КРАЗ), importados de la Unión Soviética.]. Bastante bien salió. La bicicleta sí no hizo el cuento[ Fue totalmente destruida.].
—Dicen que se le había atravesado un niño…
—Sí, en la misma esquina. Acabadito de salir del trabajo.
—Esos niños que juegan en plena calle…
—¿Qué dijo el médico? ¿Está mejor? ¿Sí? Qué bueno.
—Oye fue un minutico.
—Ya, ya… ya nos vamos.
—Sí, vámonos.
—Dale, dale que Serrano debe estar, ya tú sabes…
—Bueno, que se mejore.
—Pasamos mañana después del trabajo.
—Hasta luego, señora, cuídelo.
Tratando de ser lo menos ruidosos posible, la visita sorpresa se marchó.
—Son tremendos tus colegas. Milagro tú me has salido tranquilo.
Trató de conducirse segura y animada, pero el sufrimiento de una noche en vela, desesperada, sin saber ni qué pensar, y un mudo reproche por descuidarme, se le notaba tras cada palabra. Lo que había oído, más lo que comenzaba a recordar era suficiente para imaginarme cómo estaba yo, y cómo la estaba pasando ella.
—Lo lamento.
En respuesta, tomó mi mano entre las suyas y la apretó inesperadamente fuerte. La besó y se quedó así sin despegarse, como si quisiera protegerme de lo que había ocurrido. Mis dedos se humedecieron. Eran sus lágrimas que se le derramaban del mismo corazón. Sabía cuánto me amaba.
El molesto “pip” se mandó a correr y cada vez más rápido.
—¡Ay cielo, perdona, yo…, no…! ¡Ay, qué hice, en vez de… mira! Por favor tranquilízate. ¡Enfermera!
Ligeros y apresurados pasos se acercaron a la cama. El “pip” se volvía insoportable.
—La culpa fue mía. Yo, bueno, no aguanté y…
—Está muy débil todavía. Cualquier emoción fuerte le puede hacer daño. Por favor tendrá que dejarnos.
—Sí… ¿cuándo…?
—Yo le aviso, no le haga hablar.
Mi esposa salió en silencio cuando todo comenzó a alejarse.
—María localiza a Jiménez. ¡Urgente! —Fue lo último que me alcanzó en el acelerado descenso.
—No, no te vayas. ¡Elena!
—Está moviendo los labios, está hablando. Por favor llame al médico.
—¿Qué dijo?
—No sé, lo único que entendí fue: “Elena”.
Estaba débil, pero con mucho menos dolor.
—Elena —mi voz apenas se oía.
—¿Elena? ¿Está llamando a alguien? —preguntó una joven voz femenina.
—A mi esposa. ¿Ya se fue? ¿Cuánto tiempo estuve desmayado?
—Bueno, desde el incidente es la primera vez que lo veo consciente.
—¡¿Qué?! ¿Cómo que desde el incidente?
Para mi sorpresa mis ojos no estaban vendados. ¿Entonces todo lo demás fue fruto de mi imaginación? ¿La visita de mis colegas, de mi esposa…? Estaba confundido. Me sentía extraño. Traté de levantar la cabeza para ver mejor. En vano, los músculos no respondían.
—¿Y mi esposa? ¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¿Ya lo sabe? ¿En qué hospital estoy?
—¿Esposa? ¿Está casado? No tenemos ninguna información al respecto en su base de datos.
—¡¿Cómo?!
Hice otro esfuerzo por levantarme.
—No se preocupe nos encargaremos de localizarla. “Elena”, ¿cierto?
—¿Cómo que localizarla? ¿Qué turno es este? —me estaba alterando.
—Relájese por favor, no debe esforzarse tanto…
La sensación de que algo no encajaba se hacía cada vez más fuerte, y estar perdido e indefenso me empezaba a fastidiar. Mi entorno había cambiado: desaparecido el tedioso “pip”. La atmósfera a mi alrededor era distinta. ¿Más silenciosa? No sé, también el aire… Sí el aire era diferente.
—¿Dónde estoy?
Me imagino que la expresión de mi cara la preocupó.
—Por favor no se altere, está en el hospital, está bien, bueno, mejor. Ya mandé a buscar al médico.
—¿Qué hospital?
—Hospital Central de Orma.
—O… ¿Qué?
—Orma
—¿Dónde es eso?
—En Pirson, al pie de la montaña.
No podía ver su cara, pero por el tono de su voz, no parecía estarse burlando. Pero lo que decía no tenía ningún sentido. ¿Estaré soñando? Demasiado real. ¿O no?
—Pellízqueme.
—¿Perdón?
—Pellízqueme, fuerte —le dije bajando la voz.
Para poder escucharme se acercó tanto que pude ver su cara. Era una joven de unos veinticinco años. De finas facciones. Muy bonita, a pesar de la huella de preocupación que reflejaba su rostro. Durante unos instantes se quedó inmóvil mirándome fijamente. Esa imagen de sus expresivos ojos pardos en su cara de piel bronceada por el sol, orlada con su pelo castaño oscuro y a su vez destacada por un traje deportivo blanco, era digna de ser perpetuada en un lienzo.
El hechizo se derrumbó estrepitosamente, al oírse la voz del doctor. La joven se enderezó apresuradamente y mi pellizco pasó a la historia. “Si es un sueño, quiero que no se me olvide cuando despierte”, pensé y tuve que dejar el tema, porque mi atención fue completamente ocupada con el riguroso examen médico. Al finalizar el doctor Redmond, hizo llamar a la muchacha.
—El paciente le debe estar muy agradecido. Le salvó la vida —comenzó el doctor a decirle a la joven, cuando en la habitación entró un hombre uniformado de unos cincuenta y tantos años. Sus pequeños penetrantes ojos escanearon a todos los presentes.
—Buenos días soy el detective Maonsin. Me gustaría hacerles algunas preguntas —dijo revisando sus notas en sus lentes—. ¿Se encuentra Elia Tian?
—Sí soy yo.
—Según veo en el reporte usted contactó a la agencia de emergencias, ¿correcto?
—Así es.
—¿Es usted familiar del paciente?
—No —respondió mi enigmática cuidadora tímidamente. Mi mirada parecía restarle seguridad. Ya que ahora me dejaron semisentado, podía observarla mejor—. Yo fui quien lo encontró.
—¿Lo encontró? ¿Se refiere al lugar del incidente?
—Sí.
—¿Lo conoce? ¿Conoce a alguno de sus familiares?
—No.
—¿Tiene alguna idea de qué pudo haber ocurrido? ¿Vio algo inusual? ¿Escuchó algo?
—La puerta de la cabaña estaba abierta y se sentía olor a quemado.
—¿Algo más que quisiera aportar a la investigación?
—Ahora mismo no se me ocurre más nada.
—Está bien. Muchas gracias. Aquí tiene mi tarjeta, por si se acuerda de algo más. Si desea puede retirarse.
No quería que se fuera. Tenía chorro[ Sinnúmero.] de preguntas que estaba ansioso por aclarar, pero no sabía cómo retenerla. Por suerte ella tomó la iniciativa.
—¿Puedo visitarlo mañana?
—Por supuesto. El horario de la visita es de cuatro a siete de la tarde —respondió el médico, terminando sus anotaciones.
—Hasta mañana.
—Que le vaya bien.
—Bueno señor… —prosiguió el hombre en uniforme.
—Labrada. Víctor Labrada —respondí.
—Sus cejas se alzaron por un instante, pero fueron regresadas rápidamente a su lugar, devolviéndole a su rostro su acostumbrada expresión.
—Por qué no me cuenta del percance, que tuvo en su casa, ¿fue asaltado?
—No, no. Fue un accidente. Y no fue en la casa. Fue camino a la casa. Yo salía del trabajo en mi bici, como siempre lo hago y llegando a la esquina me salió al encuentro un niño que estaba corriendo detrás de una pelota. Tratando de esquivarlo sentí un frenazo y perdí el conocimiento. Dicen mis colegas que fue un KP3.
El doctor y el guardia intercambiaron miradas y el médico le hizo un gesto en dirección al pasillo.
—Descanse señor Labrada.
La puerta se cerró entregándome a mí mismo. Solo después que se fueron me di cuenta que le había contado del accidente de verdad. Todavía tendría que averiguar qué me pasó en el sueño. Tuve mucho tiempo para pensar y hacer hipótesis. Solo la enfermera de vez en cuando interrumpía mis reflexiones chequeando que todo estuviera en orden.
Al rato el sueño me empezó a vencer y cerré los ojos.
Pero no pude dormir. Una potente bocina de algún carro[ Automóvil.], seguido por un desesperante: “¡JOSEFINA-A-A! ¡Acaba de bajar mijita!”, fue la música que acariciando mis oídos me hizo… ¿Despertar? Sí, despertar. El ambiente de mi querida Habana era inconfundible. Lo percibía con los cinco… bueno, con todos los que tenía disponibles para aquel entonces, sentidos. “Dulce sueño”, pasó por mi mente. El dolor, al parecer opacado con calmantes, no se hizo esperar, y el familiar “pip” me saludaba con su armoniosa monotonía. Mi regreso al mundo de los mortales no lo notaron de inmediato, por lo que tuve tiempo de examinarme y orientarme. La cabeza estaba turbia, pero la venda de los ojos la habían quitado y pude divisar un vasto pedazo de techo. Mejor dicho: falso techo. También conté n veces los cuadritos que lo componían al alcance de mi vista. Veinte tres y medio. ¿Qué manera de comer basura? De acuerdo, pero, créanme era el único entretenimiento que tenía en aquel momento. ¡Ah!, y los chismes. Sí, creo que nunca en mi vida me había enterado de tantas noticias en tan poco tiempo. En un ratico las dos enfermeras le dieron la vuelta a La Habana entera. Analizaron, evaluaron y sentenciaron desde el vecino de la esquina hasta los altos funcionarios del país. Debatieron temas candentes en el área nacional e internacional, hicieron una amplia crítica al último capítulo de la novela, a la que le inventaron como cuatro finales, discutieron sobre la moda, hicieron planes para el futuro y todavía levantándose una de ellas con tono de disculpa le dijo a la otra: “Ay amiga después seguimos hablando. Déjame ver la cuarenta y tres que se me debe estar quedando sin oxígeno, a ver si el barco[ Una persona haragana, que descuida sus responsabilidades.] de Jorgito subió el otro balón.” Yo creo que el periódico Granma con todos sus periodistas y Radio Reloj con sus veinticuatro horas de transmisión, se quedaron cortos ante semejante eficiencia.
Al rato pasó el médico. Me felicitó por el buen estado de ánimo y me dijo que siguiera así, irritándome con su impecable maestría de responder todas tus preguntas sin decirte realmente nada. No me quedó otro remedio que calmarme y conformarme con lo que ya sabía.
El doctor se dirigió hacia su próximo paciente dejándome en compañía de mí mismo. En el agitado ritmo de la vida todo es trabajo, trabajo, trabajo. Después del trabajo corre para resolver esto o aquello, apenas tienes chance de detenerte para compartir con tus seres queridos. Y ahora sinceramente no sabía qué hacer con tanto tiempo libre. Me dediqué a recorrer mis recuerdos desde la infancia hasta el fatídico día del accidente. Estaba volviendo a mi rutina del falso techo, cuando de repente y muy inconveniente me entró picazón en la planta del pie. Por mucho que intenté, inmovilizado por numerosas vendas, no logré encontrar la forma de rascarme. Traté de ignorarlo, pero se hacía más y más fuerte. Para colmo no había nadie cerca y no quería gritar. Que frus - tra - ción. Mi liberación fue la pronta y muy oportuna llegada de mi esposa. Al verla, antes del saludo, antes de dejarla pronunciar media palabra le disparé entre dientes:
—¡Me pica!
Le costó unos instantes entender, y cuando lo logró, estalló de la risa. Secándose las lágrimas con una mano, con la otra se encargó de mitigar mi emergencia. ¡Qué alivio!
Pasé un tiempo muy agradable en compañía de mi mulata. Me atendía con tanto amor y ternura, que logró distraerme de mi crítico estado físico. Me convencí una vez más que no me había equivocado hace casi diez años atrás en decir que “sí” en la iglesia. Unos minutos más tarde cumpliendo lo prometido pasaron mis colegas. No los dejaron entrar, pero pudieron saludarme desde la puerta. Y por último mi suegro trajo a mis hijos.
—Por favor, familiares, abandonen la sala —sonó la voz de la enfermera en tono que no admitía contradicción.
—Cuídate mi amor, no hagas disparates.
Se restableció el silencio. Meditando en como pasé el día me acordé entre otras cosas, que no llegué a decirle nada del sueño a Elena. Me imagino que de todas formas no me iba a dejar hacerlo para que no me esforzara demasiado. Mañana sin falta se lo voy a contar, aunque sea en tres palabras. Finalmente mis párpados se llenaron de plomo y, acomodándome lo mejor que pude, me rendí en los brazos de Morfeo que me fue llevando lentamente a…
—Buenos días. Hora del desayuno. No lo puedo dejar dormir más. Ahorita viene el médico y tiene que estar en forma. —Escuché una voz que cada vez se hacía más clara.
“Una broma” me dije por dentro. No tenía reloj, pero mi esposa se fue sobre Ias seis de Ia tarde, más el tiempo que pasé meditando, a lo sumo serían Ias nueve de la noche. Pero Ia voz seguía insistiendo y no tuve otro remedio que subordinarme. Con tremenda mala cara abrí los ojos, y después los tuve que abrir todavía más. Ante mí estaba...el sueño. Sí, pero no el mismo sueño, sino que el amanecer del día siguiente donde lo había dejado Ia noche anterior. Era Ia continuación del otro sueño tan claro como si fuera en Ia vida real.
—Perdón, ¿yo estuve aquí ayer?
La enfermera, una señora de unos cuarenta años encajaba perfectamente en el dicho ruso que afirma: “De buena persona debe de haber bastante”. Todo en ella era suave, desde sus manos, hasta su corazón. Y con ese trato que suelen tener Ias abuelas con sus nietos, en Ia edad de los “¿por qué?” me respondió:
—Cuando entré hoy por Ia mañana, ya usted estaba aquí, y según el turno de ayer, lo trajeron antes de ayer por Ia tarde.
Todo coincide, Increíble. ¿Cómo puede ser? ¡Yo nunca había oído hablar de sueños que se mantienen de un día para otro, y menos con tanta coherencia!
—Con permiso, tengo que reemplazarle el kit de recolección de sangre. Puede que le moleste un poco.
—¡A-a-ay!
—¿Qué pasó?
—¡¡¡Me dolió!!!
—Disculpe, señor. Es un procedimiento muy necesario para poder administrarle sus medicamentos…
Pero yo había dejado pasar por alto sus comentarios. ¡Me dolió! Y muy auténtico. La sensación de la aguja en mi piel se percibía demasiado real. ¿Y si me despierto? ¿Cómo hacer en un sueño para despertarse? No lo he intentado. ¿Será posible? ¿Y si no le sigo Ia rima al sueño? “¿Y si no es un sueño?” de repente pasó por mi mente. ¿Entonces qué es? ¿Estoy delirando? No parece, me siento…bueno no sé cómo se siente uno cuando delira.
—Por favor, gire un poco la cabeza, voy a cambiarle Ia venda.
Me subordiné mecánicamente, sumergido en mis reflexiones. ¿Y cuándo se acaba esta vez? ¿Y si no se acaba? En algún momento tengo que despertarme, ¿no? Esta última idea me tranquilizó y decidí dejarme llevar por la corriente. Además quería ver a la muchacha y oír su historia de cómo me encontró, quién es ella y qué cree que yo hago aquí. Es un poco absurdo exigir tanto a un sueño, pero yo no tenía nada que perder y tampoco mucho que hacer.
—¿Cómo siente las manos?
—¿Qué? —pregunté distraído— ah, las manos —las miré.
Estaban encerradas en una especie de mangas rígidas que cubrían la mayor parte del antebrazo y la muñeca dejando los dedos libres. Desde cada dispositivo se extendía un cable eléctrico. En el medio se veía una pantalla que mostraba diferentes símbolos y figuras de colores que cambiaban constantemente.
—Bastante bien —respondí.
—¿Puede mover los dedos?
Eso sí fue más complicado. Apenas se movían, pero no sentía dolor. Se lo dije.
—Tiene bloqueo de nervios periféricos. Vaya haciendo ejercicios. Poco a poco. Según el médico, puede demorar varias semanas en recuperar el movimiento. Mientras, será alimentado como los bebés, concluyó extrayendo de una mesita móvil mi desayuno.
—Por favor abra la boca, am…
¡Guau! ¿Cuán lejos me remite eso? ¿Un año? ¿Dos? Me acordé de aquel video de los archivos familiares, donde mi mamá, con toda la paciencia del mundo, me daba la comida. Había desarrollado una gran destreza para que la mayor parte de los alimentos terminaran en mi boca y no en mis cachetes, nariz o incluso en el cabello. Y mírame aquí, otra vez pasando por la misma experiencia. Cómo da vueltas la vida.
—No se apure. ¿Está cómodo? ¿Lo levanto más? ¿No? Está bien, otra…correcto.
Era una crema de un sabor agradable especial para estas ocasiones. Un poco después llegó el médico y pasé otro rato bastante entretenido.
—Bien —se dirigió a Ia enfermera al final—. Prepare lo necesario para su siguiente recuperación a domicilio.
El sueño se está poniendo interesante. Voy a conocer “mi casa”. Cuando me despierte tengo que contárselo a Elena sin falta. La tarde me Ia pasé viendo una televisión extraña, escuchando música extraña. En fin, todo era extraño. Me sentía como Alicia en el país de Ias maravillas. Para mi decepción la muchacha no vino a verme y eso me puso un poco triste. Me sentía solo en ese mundo desconocido. Las enfermeras eran Ias únicas personas que visitaban de vez en cuando mi hábitat, pero estaban bastante ocupadas y no tenían tiempo para charlar. Tuve que conformarme con Ia TV. Durante la noche estuve desvelado. Pensé en mi familia, Ia extrañaba. ¿Cómo estarían ellos? Claro que lo sabré cuando me despierte. ¿Pero cuándo será esta vez? Pensé en mi trabajo, en mis compañeros. Y traté de recordar con detalles cómo había ocurrido el salao accidente. Y en muchas cosas más.
Así entre Ia tele y reflexiones había llegado el amanecer, y con él el médico escoltado por dos enfermeras. Una de ellas sostenía una especie de colcha gruesa en una mano y un abrigo en la otra.
¡Verdad! Hoy me daban de alta. ¿Cómo se me podía olvidar? Pero, ¿quién me viene a buscar? ¿Y ese abrigo?
—Buenos días —dijo el doctor— ¿Cómo se encuentra hoy? Espero que se haya sentido bien atendido en nuestro hospital. Ahora podrá seguir su recuperación en un ambiente más agradable, cómodo en su casa. Teniendo en cuenta la complejidad de sus heridas le recomiendo que sea atendido y monitoreado por una enfermera profesional. Si no tiene ninguna objeción, ¿no? perfecto.
—Señorita Tian —se dirigió a Ia enfermera del abrigo— acérquese. Ella va a atenderlo a partir de ahora.
La muchacha se acercó y entonces Ia reconocí.
—¿Usted? —me sorprendí.
—¿Por qué no? —sonrió ella.
—Pero ella no fue Ia que...
—Sí, —sonrió también el doctor— su rescatadora.
—Estaba de vacaciones. Alpinismo en solitario.
—Y como usted vive en un lugar tan intrincado, y a ella le encantan las montañas — continuó el doctor— y es fiel a su deber...
—Voy a unir vocación con los conocimientos de la vida en Ias alturas.
Debí tener cara de tonto, porque al taparme con Ia colcha me dijo con notas pícaras.
—No se preocupe, va a estar bien.
¡Y ahí comenzó Ia aventura más increíble de mi vida! Bueno, de mi sueño.
Con la rapidez y exactitud de cada movimiento yo fui convertido en un objeto móvil. Con maestría y destreza de profesionales fui transportado hasta el elevador. Todo iba bien hasta que llegamos a una puerta que decía “ambulancias”, al abrirse Ia cual, a mis pulmones los sacudió un fuerte frío. Tardé unos segundos en adaptarme a Ia sensación. Los ojos me lloraban y preferí mantenerlos cerrados. Creo que fue la primera vez que recordaba con cariño el sofocante calor de La Habana. Por suerte no duró mucho, porque me montaron en la ambulancia. La sorpresa me esperaba cuando el vehículo chiflando y estremeciéndose se balanceó en el aire. Era un helicóptero. No me podía quejar. No sabía cómo era volar en un helicóptero de verdad, pero el del sueño se sentía fantástico. Con ayuda de mi nueva nana pude mirar por Ia ventanilla. Abajo se estiraba hasta el horizonte una enorme ciudad pintada de blanco. “Nieve”, pensé y acerté. Voy a conocer Ia nieve. Estaba excitado. Parecía un muchacho con un juguete nuevo. Por un tiempo se me olvidó por completo que estaba soñando y me divertí cantidad. La nave cambió el rumbo, y majestuosas montañas con sus picos blancos deslumbrantes en el sol sucedieron el laberinto de calles. Pasaron unos minutos y debajo se derramó un lago rodeado de una alfombra de pinos, desde verde oscuro, hasta casi azules. Estaba fascinado. Realmente ni Ia pantalla ni Ias fotos reflejan todo el esplendor de estos lugares. Y era aquí, según mi dirección que había escogido vivir. En una cabaña de madera, en Ia cima de una colina, que desde el aire parecía de juguete. Comenzó el descenso. Un poco separado de la edificación principal vi un círculo de concreto con otra nave. Yo decidí disimular que todo estaba bien, hasta quedarme a solas con mi enfermera, para después desquitarme comiéndola a preguntas. Era lógico que yo veía esa casa por primera vez, pero no quería crear confusión. Por lo que con Ia exclamación “Hogar, dulce hogar” permití que me acostaran en “mí” cama. La ambulancia se marchó y el silencio actuaba agradablemente relajante. Miré alrededor.
—Ayer traté de organizarla lo mejor que pude. No sé si estará bien. Todo estaba lleno de vidrios. Todavía se siente olor a quemado. Si quiere, me cuenta qué le pasó. Lo encontré a unos metros de Ia entrada postrado en la nieve —decía mi nueva nana acomodando Ias cosas.
“Lindo sueño”, cruzó por mi mente, mientras observaba la vivienda, y me atrapé en el pensamiento de que me agradaba ese ambiente. Mi mirada pasó por el estante con largas hileras de libros, hecho a Ia manera antigua. Del otro lado se encontraba una gran mesa, llena de torres de papeles, que contrastaban bastante con el ultra-moderno diseño de una computadora. Seguí mi recorrido y me llamó Ia atención el espejo en Ia puerta del escaparate, grande e impecablemente limpio. Y ahí, justo en ese mismo instante, mi bonito sueño, en menos de un abrir y cerrar de ojos, se convirtió en mi peor pesadilla. Los pelos se me pararon de punta, el corazón dio un brinco en el medio del pecho y se mandó a correr. Desde el espejo me miraba otro hombre completamente desconocido. Y ese hombre estaba en la cama. Y ese hombre era ¡¡¡yo!!! Un rayo traspasó mi mente haciéndola estallar en diminutos pedazos. Un tornado atravesaba mi cerebro, destrozándolo todo a su paso, levantando al aire desordenados fragmentos de imágenes, pensamientos, sensaciones, y después de jugar con ellos unos segundos los lanzaba con incontenible furia en todas las direcciones como si tuvieran Ia culpa de estar en su camino. Los relámpagos no cesaban alumbrando con su luz fatalista escenas del escalofriante desastre. Desapareció “arriba”, “abajo”, dimensiones y límites. Todo se estremecía bajo la influencia de una gigantesca batalla entre dos titanes, convirtiéndose en un cataclismo. Una ola de recuerdos me invadió y una conciencia ajena empezó a desplazarme. La lucha por el espacio continuaba. Era como si alguien de repente te viera por dentro, todo lo que eres, lo que piensas, se entere de todos tus recuerdos y al mismo tiempo a ti te esté sucediendo lo mismo.
—¿Quién eres tú? ¡Sal de mi cabeza!
—¡Eso te digo yo!
—Tú te metiste aquí. ¿De dónde rayos saliste?
—Yo estoy en mi cabeza y el dueño aquí ¡Soy yo!
—¡No yo!
—¡No yo!
Finalmente sucedió una fusión y quedé ¿yo?, o ¿yo? Ni uno ni otro. Quedé YO. Es difícil describirlo. Ni siquiera lo entendía. Era yo, pero como si fuera doble. Ese estado me daba náuseas. No sé qué tiempo pasé tratando de controlarme, o controlarnos. Me sentía doblemente desnudo. Me sentía... no sé ni cómo me sentía. Era terrible. Solo ahora, después que se estableció una dudosa e insegura tregua, obligada por el agotamiento, es que el cerebro pudo prestarle un poco de atención al mundo exterior. Estaba sofocado, tirado en el suelo, en medio de la habitación botando sangre por Ia nariz. Al levantar la vista, vi a Elia encogida en Ia esquina, y por su cara deduje que lo que pasó fue realmente estremecedor. A una enfermera, que pasa sus vacaciones sola en Ias montañas, no la asustas con cualquier cosa. Las fuerzas me habían dejado. No podía mover ni un músculo. Me quedé postrado, con los ojos muy abiertos y Ia respiración agitada. Todas mis heridas estaban gritando de dolor. Ella se quedó inmóvil sin atreverse a dar un paso y sin quitarme Ia vista de encima. Estaba temblando. No sé qué tiempo habíamos pasado así. Llegó el momento que el impulso de auxiliarme prevaleció sobre el susto y poniéndose de rodillas comenzó a examinarme con Ias manos todavía temblorosas.
—Presión arterial 180/120. Frecuencia cardíaca 123. Saturación 97. Laceraciones cutáneas superficiales. Sangrados capilares. No se detectan fracturas o articulaciones descoyuntadas. Sin síntomas de sangrado interno… —confirmaba ella en voz alta tratando de concentrarse.
—No lleva hospitalización —concluyó y se lanzó tras su maletica.
Mi cerebro se bloqueó. Lo percibía todo pero no reaccionaba de ninguna manera. Solo constataba los hechos y nada más. Después de curarme cuidadosamente me acomodó en su saco de dormir. Recostándose a Ia pared cerró los ojos. Mientras en mi cabeza se libraba una fuerte batalla por restablecer el orden e interiorizar Ia nueva situación. En el transcurso del día Elia trató de hablarme varias veces, pero yo me había encerrado en mí mismo y apenas la escuchaba. Cuando volví en mí, ya era de noche. Mi lamparita de mesa alumbraba a mi cuidadora que se había quedado dormida sobre un libro. “Valiente” pensé rememorando a lo que tuvo que enfrentarse hoy. Quise despertarla, para que se acostara pero no estaba preparado para enfrentarla. Al amanecer todavía me quedaban muchas dudas. Pero de algo sí estaba seguro: lo que estaba pasando no era un sueño, y de que cerrando los ojos aquí, los iba a abrir allá. Pasé un rato más preparándome para ese momento, para finalmente darle su merecido descanso a mi estropeado cuerpo.
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Diseño de portada: Sofía Tíschenko
Edición: Wendy Soler
Los personajes y eventos retratados en esta obra son ficticios. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o fallecidas, es pura coincidencia.
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida o transmitida en cualquier forma o por medio electrónico o de otro tipo, sin permiso escrito del autor.
Dedicación: A mi amada esposa
Desde que era un niño mi madre me introdujo al asombroso mundo de los libros. Me ayudó a descubrir ese momento mágico cuando los pequeños, poco llamativos símbolos negros, esparcidos por la superficie de una hoja blanca, de pronto se transforman en vívidas imágenes de coloridas y sobrecogedoras aventuras.
Hoy después de disfrutar de un sinnúmero de fascinantes relatos, me estoy atreviendo a aportar mi granito de arena y compartir mi propia historia con usted. Pido que le de una calurosa bienvenida a mis personajes y les ayude a atravesar por los desafíos que les esperan. Sin más…
Introducción:
Capítulo 1
Capítulo 2
El inmediato despertar en La Habana ya no era una sorpresa para mí. Confirmaba a Ia perfección que el sueño de dos generaciones se había hecho realidad. Aunque no de Ia forma que pensábamos mi padre y yo. Solo quisimos crear un subespacio que permitiera usar al máximo nuestras capacidades y daría un tiempo extra, y así poder aprovechar Ias horas de sueño. ¡Pero descubrir otro mundo y ser parte de él sin perder Ia conexión con el tuyo propio, superó cualquier expectativa! Era espectacular. Y confieso que me costó mucho trabajo disimular y pasar el día en el hospital sin levantar sospechas. Estaba ansioso por volver a mi rincón perdido entre montañas y de lleno sumergirme en mi laboratorio, revisar los cálculos y tratar de entender qué fue lo que ocurrió. Estaba necesitando compartir con alguien mi emoción. Era demasiado grande para mí solo. Sabía que Ia única persona con quien podría intentarlo era con mi “valiente doctora”. Así Ia nombré. El día se estaba acabando y no tenía ni una gota de sueño, y más me irritaba por eso, menos podía dormir. Un radio portátil fue la solución. La suave música alternada con secciones de poesía transmitida por Radio Enciclopedia con su efecto relajante y...
¡Eureka! Un sabroso olor a comida estaba inquietando mi olfato. Sí, comida. No olía como algo hecho en la impresora de alimentos. ¿Cocinaría de verdad? No, no creo. Debe ser alguna nueva receta que descargó de la red. Le pediré que la guarde en la memoria entre los platos favoritos.
—!Hogar dulce hogar! —exclamé, y esta vez fui totalmente sincero. Era extraño. Era extraño tener a alguien más dentro de estas cuatro paredes. Hace años por esa puerta no entraba nadie que no fuera yo. Una sola vez en el tiempo que llevo en esta casa otra persona estuvo aquí. Fue un alpinista que se había perdido debido al mal tiempo y me pidió refugio. Era divertido y lo pasamos bien, pero respiré con alivio, cuando al fin se marchó. Muchos años invertidos en Ia investigación poco a poco me fueron convirtiendo en un ermitaño. No acostumbraba salir con frecuencia. Nada más para lo necesario interactuaba con el mundo exterior. Creo que solo mi estado físico y mi experiencia con Elena, adquirida de Víctor me hicieron no ser tajante con mi enfermera, y así permitirme disfrutar los lados buenos de estar acompañado, pasando por alto cosas que normalmente no toleraría, como consentir que alguien te desorganice a su forma tus cosas y rompa tu orden establecido por mucho tiempo. No podía negar que me sentía bien siendo atendido, al ver mi guarida ir convirtiéndose en un lugar decente. Desapareció el reguero de ropa y zapatos en Ia esquina, los libros y papeles sufrían apilados y comprimidos en columnas derechas y compactas, pegadas unas a otras en una perfecta alineación, después que yo los había acostumbrado a estar esparcidos por toda Ia mesa y a veces hasta por el piso. Las ventanas se pusieron transparentes, descubriendo el bonito paisaje encuadrado entre Ias cortinas que habían recobrado su color original. Desaparecieron el polvo, las telarañas en Ias esquinas y Ia colección de calcetines que adornaban el espaldar de mi cama. Y ahora ese olor que venía de Ia cocina… “Ella solo está cumpliendo con su trabajo”, pasó por mi mente. “En cuanto te recuperes se va”. Pero yo ahuyenté esos pensamientos y acomodándome mejor me quedé disfrutando de mi domesticada casa. De repente sentí sus suaves pasos, que se acercaban, y antes que me viera me hice el dormido, imaginándome cómo me iría a despertar. Ya empezaba a inquietarme, porque el tiempo pasaba y nada. “¿No vino a despertarme?” “¿Hasta qué hora me piensa dejar dormir?”. “Ya tengo hambre, y con ese aroma, más todavía”. “Pero ella no lo sabe.” “¡Entonces que se lo imagine!” Me iba a auto despertar, cuando un precioso instrumental llenó Ia habitación, y por un momento lamenté no estar realmente dormido, para que el efecto fuera completo. Era mi sistema de audio exquisitamente ecualizado derramando los mágicos sonidos del Amanecer, obra maestra de F. Doks. Buen gusto, si tuviera que escoger una pieza para despertar sería Ia misma. Ella estaba sentada en Ia silla ligeramente balanceándose al ritmo de Ia música.
—Buenos días —pronunció con cuidado e hizo una pausa—. ¿Cómo se siente?
Me sentía bien, y se lo dije.
—Con su permiso, lo examinaré.
Durante el chequeo y el mantenimiento técnico ella a cada rato me miraba a los ojos, como tratando de entender algo.
—No parece preocupado por el ataque que sufrió ayer. ¿Es algo habitual en usted? ¿Tiene alguna enfermedad que no esté reportada en su historia clínica?
—No —respondí—. Fue por primera vez. Por cierto, quiero disculparme por el mal rato que le hice pasar. En parte yo soy el culpable de lo ocurrido.
—No entiendo. ¿Usted lo provocó? ¿Hizo algo, tomó algo?
Y aquí Ia emoción se me subió para Ia cabeza. Sí, estaba muy entusiasmado, porque iba a compartir, a anunciar el logro más grande y más trascendental de mi vida como científico. Iba a revelar el gran secreto que tenía encerrado durante años entre estas paredes. Y ella, no un consejo de ilustres científicos, no el gobierno, no los barrigones coroneles y generales, ella, mi valiente doctora, va a ser el primer ser humano después de mí en conocer que existe un mundo aparte de este. Y que no está en Ias lejanas galaxias, sino aquí, en este mismo planeta, en una dimensión temporal distinta.
Me di cuenta que tenía tanto que decir, que no sabía por dónde empezar.
—¡Mi querida doctora! —comencé nervioso.
—Enfermera —me dijo ella, sonriendo.
—No. Mi valiente doctora. Porque, si después de lo que usted pasó ayer, todavía está aquí, es porque es muy valiente. Valoro muy alto el esfuerzo que está haciendo por mi recuperación, incluyendo Ia transformación que ha echo en mi casa. Y eso sin mencionar que le debo Ia vida. Si no fuera por usted, quizás no estaría ni enterrado. Los animales salvajes hubieran devorado mi cuerpo.
—No diga eso ni en broma —respondió haciendo un movimiento con Ia cabeza, como queriendo espantar esa visión.
—Usted, según pude entender, es alpinista. Sabe mejor que yo que un pequeño error en estos lugares cuesta caro. Y sabe muy bien que la probabilidad de que me encontrara con vida en ese mar de nieve es prácticamente nula.
Enrojecida y turbada ella bajó Ia cabeza.
—¡Pero ayer, usted volvió a correr peligro! Y esta vez yo no sabía que hacer. Nunca he tenido ni siquiera la referencia de algo así. Hoy por Ia mañana tuve una consulta telefónica con el médico, pero tampoco me pudo decir algo definido. Hasta cité a un psiquiatra, que por cierto dentro de unas dos horas debe estar aquí. ¡Y ahora me dice que usted mismo lo provocó! —pronunció con fuertes notas de reproche en Ia voz—. ¡Su cuerpo pudo no haber resistido!
“Me estaba regañando”, pensé. Estaba realmente preocupada. Me hacía sentir culpable.
—No fue a propósito. Yo mismo no lo esperaba. Le aseguro que no volverá a suceder. Y por favor cancele Ia visita del psiquiatra. Prometo portarme bien. Lo que tengo que decirle es muy serio y muy complicado. Y como usted sin proponérselo ha jugado un papel importante en que este sueño de muchos años se hiciera realidad...
—¿De qué me habla?
—Se lo explicaré todo. Pero antes por favor cancele Ia visita, y si no es mucho pedir, me gustaría comer algo…
—¡Ay! —exclamó ella poniéndose en pie— que cabeza Ia mía. ¿Cómo podía olvidarlo? Hice una sopa. Se Ia traigo enseguida.
—¿Sopa? ¿En la impresora?
—No —respondió un poco tensa— en la estufa. Espero que no le importe. Es que me había ganado un curso de cocina tradicional y lo terminé con buenas calificaciones, pero desde entonces apenas he podido practicar. Usted sabe lo difícil que es encontrar una estufa hoy en día. La he usado con mucho cuidado. Se lo juro, no se la voy a arruinar.
La expresión de su cara, como la de una niña que acaba de confesar una trastada y espera que su mamá explote en reproches y regaños, me hizo sonreír.
—Descuide. Me alegra que le diera un buen uso. Lleva años ociosa. Mi padre estaría muy complacido.
—Oh, qué honor, muchas gracias. —Aliviada desapareció tras la puerta.
Dentro de unos segundos mi estómago saludaba alegre Ia sabrosa comida. Mi valiente doctora, con Ia cuchara en una mano y el teléfono en Ia otra, anulaba su compromiso con el psiquiatra, dejando Ia tarde libre solo para mí. ¡Sí ella me oye! Una mermelada casera concluía mi banquete mientras en la mente ultimaba los detalles del discurso.
Mi única oyente ya estaba preparada e intrigada, perdiéndose en suposiciones.
—Pues mi querida doctora.
—Elia, por favor.
—Está bien. Elia. Lo que escuchará, es un gran secreto y no puede salir de estas paredes. Si cae en manos inescrupulosas puede causar mucho daño ¿Está de acuerdo con esa condición?
Un gesto afirmativo.
—Excelente. —Me aclaré la garganta—. Mi padre fue un científico muy particular. No va a encontrar su nombre en ninguna literatura. Si oye a algún hombre de ciencia mencionarlo, lo recordaría con una sonrisa irónica en los labios como “El escapista”, porque dedicó su vida a tratar de demostrar, que la conciencia humana puede ser escaneada y copiada a otra plataforma, como un ordenador, donde la persona, o, mejor dicho, su copia digital puede seguir trabajando mientras su cuerpo físico descansa. Al finalizar la sección, el resultado se pudiera volver a descargar al cerebro para su posterior uso. Es difícil de predecir todas las aplicaciones de tal tecnología. Al menos ocho horas más disponibles para trabajar sin afectar la salud. Poder hacer experimentos de alto riesgo mediante un robot. Permitiría entrenar a bomberos, militares, y miembros de otras profesiones peligrosas sin exponer sus vidas, ¡entre tantas otras cosas! La carga que normalmente llevarían sus cinco sentidos como receptores y su cerebro, como procesador estaría sobre la computadora y los sensores, que al no cansarse pudieran permitir acelerar exponencialmente el proceso de análisis y aprendizaje. Sin mencionar que la persona pudiera estar conectada a través de una IA[ Inteligencia Artificial.] a una colosal base de datos en tiempo real. Al final el algoritmo optimiza toda la información similar a como lo hace su cerebro y descarga el resultado listo para el uso. Por usted se va a percibir, como si tuviera años de experiencia en una materia que aprendió en unas pocas noches ¡Solo imagínese!
Desdichadamente mi padre a pesar de ser una persona dedicada y trabajar hasta su último suspiro, nunca logró un resultado práctico. Por lo que todos se burlaban de él. Tampoco pudo conseguir financiamiento para un súper experimento que necesitaba hacer. En la universidad me decían: “Ahí viene el hijo del chiflado”, y tuve que ponerme fuerte para no dejarme provocar. Finalmente su reputación decayó tanto que se vio forzado a abandonar la docencia, y recluirse en este lugar. Trabajó sin descanso tratando de desarrollar el modelo práctico que permitiera demostrar la validez de la teoría. Una fuerte neumonía acortó sus días. El último deseo de mi padre fue que llevara sus cálculos hasta el final. Que no dejara morir Ia idea. Me dijo: “La vida de un hombre es muy corta para desarrollar todo el potencial que encierra este proyecto, pero confío que si perseveras verás el resultado”. Al principio pensé que el deseo de papá sería mi gran castigo. Me faltaban meses para graduarme. Lleno de juventud y planes para el futuro, esta guarida escondida del ojo humano me olía a cárcel. Me dije: “Voy a hacer un intento. Si no da resultado lo dejo.” Y ese intento se convirtió en cuatro largos años de intensa labor. Cada vez pasaba más tiempo aquí, hasta que vendí Ia casa de mi padre en la ciudad y me mudé por completo. El mundo se me redujo a esa loca idea que primero cautivó a mi papá y ahora también se había apoderado de mi. Me dediqué a buscar mayor exactitud y precisión. No podría contar con el apoyo del polo científico, por lo tanto tenía que desarrollar una forma de hacer lo mismo, para lo que mi viejo solicitó satélites y un generador nuclear, a nivel de este modesto laboratorio y de mi persona. ¡Y lo logré! Hice un equipo que permite modelar los cálculos. Lo que le faltó a mi predecesor es mantener la conexión constante con el cerebro. Sí, no es ideal, pero es la única forma que encontré para que funcione. El proceso sería como de una computadora de antes, donde el cerebro sería como un disco duro. El microprocesador y la RAM hacían la mayor parte del trabajo pero tenían una constante conexión con el disco duro para cargar la información a procesar y descargar el resultado en pequeñas porciones. Aún así se liberaría un noventa por ciento de la capacidad cerebral. Aun así despertaría descansado.
El estante que ve al final, es una puerta. Tras ella se esconde el laboratorio. Pasé un tiempo trabajando para varias compañías reuniendo dinero para Ia instalación y encubriendo con sus nombres Ias piezas que mandaba a hacer. Así sin levantar sospechas conseguí los dos generadores y armé el módulo receptor de conciencia.
Con el seño fruncido Elia estaba lentamente masajeando sus sienes.
—Para no cansar. Preparé Ias condiciones y arranqué el experimento. Todo iba bien, hasta que me quedé dormido. A partir de ese momento la IA se quedó a cargo. Quizás debería tener un asistente para supervisar el proceso, o tener un voluntario, pero con lo que le conté anteriormente … En fin, hasta el día de hoy no tengo la menor idea de lo que pudo haber salido mal, pero el resultado de mi travesura sobrepasó cualquier expectativa. En vez de crear una conexión con la computadora, me llegué a conectar a otro ser humano. Y eso no es todo. ¡Esa persona es de otro mundo! ¡Y ahora Soy parte de ambos!
Por Ia cara que puso, Elia comenzaba a arrepentirse de haber cancelado Ia cita con el psiquiatra.
—Por favor, tiene que creerme. No estoy loco.
No parecía convincente.
—No tengo elementos todavía, para dar una explicación científica, pero los tendré en cuanto me sienta en la máquina y revise Ias grabaciones.
Yo, Deneb, que es como aparezco en la base de datos estaba inconsciente hasta ayer por la tarde. Pero no se percibió, porque Ia conciencia de Víctor Labrada, que es como se llama el ser del otro mundo, me sustituía. Para él, solo estaba soñando. ¿No le pidió que lo pellizcara?
Su mirada cambió, recordando los hechos del hospital.
—Víctor Labrada. Sí, el médico me dijo que usted se hizo llamar así —pronunció ella pensativa—, y también que su forma de conducirse era inusual —prosiguió frunciendo ligeramente el seño—. Pero en toda Ia travesía del hospital su comportamiento fue muy coherente. No se veía desorientado o sorprendido.
—Es que, como le había dicho, me imaginaba que era un sueño y me dejé llevar. Cuántas cosas no le pasan a uno soñando. Usted no tiene control de lo que sueña. Sucede y ya.
—Supongamos. ¿Entonces, está soñando despierto? —trató de bromear Elia cansándose de la ardua tarea de entender la fantástica historia que acababa de escuchar.
—No —suspiré—. El sueño se acabó cuando me vi en el espejo del escaparate. Y lo que presenció a continuación fue el choque de dos conciencias en una sola cabeza. Y ahora soy una nueva persona, resultado de la unión de dos conciencias de dos mundos diferentes. Cuando duermo allá, estoy aquí, y cuando duermo aquí, estoy despierto allá. Siempre funcionando. La explicación que le estoy dando ahora la preparé allá mientras dormía aquí. Y Elena, a quien yo estaba llamando en el hospital aquí, es mi esposa allá, lo que cuando aquello, yo no sabía nada, ya que sucedió antes de la fusión, y al desmayarme allá y volver en mí, como es lógico me imaginaba en el mismo lugar, pero al darme cuenta que no estaba en el mismo lugar supuse que todo lo que estaba pasando aquí era un sueño.—intenté resumir mi explicación.
La expresión de su rostro era semejante a Ia de un alumno de Ia universidad ante una pizarra de metro y medio por cuatro llena de letras, gráficos y números, donde no entiendes ni una coma, en el momento que el profesor después de estar durante dos horas escupiendo fórmulas, se vira hacia el aula y satisfecho con el trabajo realizado pregunta: ”¿Dudas?”
Sé cómo se siente, por lo que no Ia seguí acosando. Cerrando los ojos me eché para atrás, acomodándome en el sillón lo mejor que mi adolorido cuerpo me permitía. Si no lo estuviera viviendo, ni yo mismo hubiera creído en todo lo que acababa de decir. Era frustrante experimentar algo tan increíble y no tener cómo demostrarlo. En ese momento comprendí mejor a mi padre y temí tener Ia misma suerte.
—Yo le creo —dijo ella después de una prolongada pausa, pasándome Ia mano por el hombro—. Yo sé que está convencido de lo que dice. Pero temo que todo sea verdad solo en su imaginación, producto de un sueño que quiso realizar y el accidente que tuvo le pudo haber dejado algo confundido.
Su voz estaba llena de ternura, dulce y relajante.
—¿Confundido? ¿Está diciendo que perdí la cordura?
—Yo no dije eso, usted tuvo un accidente y…una asistencia profesional le puede ayudar.
—¡No necesito ninguna asistencia professssional! —me estaba alterando—. Mi padre estaba claro cuando me dijo que mantuviera todo en secreto, hasta tener pruebas sólidas. Me lo dijo. ¡Sí! Pero como le debo la vida, pensé que merecía saberlo. Ya veo que no, que piensa igual que los demás…
—Por favor cálmese. No fue mi intención...
—…¡pero yo se lo voy a demostrar! Yo haré que callen sus bocas. ¡Yo limpiaré Ia memoria de mi padre! Tendrán que erigirle un monumento en Ia entrada de Ia universidad. ¡Me van a tener que escuchar! —terminé acalorado—. El error fue mío —continué tranquilizándome un poco— usted no tiene nada que ver con esto. Está cumpliendo excelentemente con su trabajo. Disculpe y, por favor, déjeme solo.
Oscurecía. Elia estaba sentada de espalda a Ia ventana por lo que solo podía distinguir su silueta. Un tiempo pasó en absoluto silencio. Ella no se movió, y yo no me atreví a repetirle que se fuera. El segundero del reloj de pared dio varias vueltas.
—Cuando yo tenía ocho años —su voz se escuchaba bajita pero segura— mi mamá se iba a casar por segunda vez. Habían traído un hermoso pastel de bodas y lo dejaron sobre la mesa. Todos se marcharon para continuar con los preparativos. Yo, sin embargo me había quedado contemplando la bella decoración. De momento entró por Ia ventana un pajarillo y se enredó en Ias cortinas. Desesperado por liberarse comenzó a aletear desordenadamente y terminó tumbando el marco con Ia foto del novio que mi mamá tenía en el estante, encima de Ia mesa. Y quien le dice que fue a parar la susodicha foto exactamente entre los dos anillos clavándose mi futuro padrastro de cabeza en el merengue. Sabía que a mamá no le iba a gustar para nada eso, por lo que traté de sacarlo, pero no alcanzaba. Tuve que subirme en la silla, y en el mismo instante cuando finalmente había logrado agarrar la esquina del marco, se abrió la puerta y entró nada más y nada menos que la futura suegra de mi madre. A esa hora fui acusada de querer destruir el matrimonio y los novios tuvieron una fea discusión. La ceremonia estuvo a punto de ser cancelada. Mi mamá me castigó muy fuerte ese día. Después ellos se arreglaron y ella me perdonó, pero nunca me creyó.
Se levantó súbitamente, dio varios pasos hacia Ia puerta, se detuvo y virándose dijo con entonación sorprendentemente seria para su edad.
—Yo le voy a ayudar a buscar Ias pruebas. Con su permiso —su silueta se desvaneció.
Pasé otro largo día en La Habana. Mi recuperación en ambos frentes avanzaba de lo más bien. Decidí no contarle nada a Elena. Al menos no antes de llegar a casa y encontrar el momento oportuno. Al regresar, Elia me estaba esperando con un sabroso té y un plato lleno de galleticas dulces (ya estrenó mi horno).
—¿Cómo está Elena? —preguntó, observándome devorar sus dulces—. ¿Y los niños?
No había ironía en su voz. Ese día le conté de mi familia, del barrio, de la libreta, el café y el dominó. Con interés escuchaba sobre la vida en La Habana, esa ciudad de contrastes, donde la historia se rehúsa a quedarse en el pasado y sigue conviviendo lado a lado con el presente. Donde tres y hasta cuatro generaciones cohabitan bajo el mismo techo y los vecinos son parte de la familia. Ciudad que me vio nacer, crecer y a la que he aprendido a amar con todas sus virtudes y defectos. Salí del solar[ Conjunto de viviendas informales levantadas con esfuerzo propio de sus habitantes, organizadas alrededor de un patio, conectado con la calle por un pasillo común. Generalmente son producto de la división en secciones de una propiedad grande, durante la cual cada habitación se convierte en una vivienda independiente. Suelen ser ruidosos, y se caracterizan por encontrarse en precarias condiciones y ser lugar de refugio para la capa más humilde de la sociedad.] y la llevé hasta la bodega. Me costó un buen rato poder explicar el porqué por la libreta de abastecimiento daban recursos que no podías aprovechar, como cigarros a los que no fuman, y que después tendrías que cambiar con el vecino por lo que sí te hace falta, en vez de proveer una ayuda monetaria para que cada uno compre lo que necesita directamente, si es que lo necesita. ¿Confuso? Sí.
—No te preocupes —le dije al final— nosotros los cubanos tampoco lo entendemos. Es así y punto.
De allí, desviando rápidamente el tema para no seguir enredándome en sus argumentos la monté en un almendrón[ Un vehículo de mediados del siglo XX.] el cual nos llevó primero por Carlos Tercero y después por toda la calle Reina hasta el Parque de la Fraternidad. Le enseñé el Capitolio con sus columnas neoclásicas y la estatua de la República, considerada la tercera más alta bajo techo a nivel mundial. Me detuve frente al Gran Teatro de La Habana, la cede del Ballet Nacional. Le dí una vuelta al Parque Central con sus veintiocho palmas. Allí le conté sobre José Martí y su papel en la historia de Cuba. Bajamos por el Paseo del Prado con sus leones centenarios, hasta el malecón, donde al cruzar la bahía se abría la majestuosa vista del Castillo de los Tres Reyes del Morro. Sentados en el muro, disfrutando de un par de granizados, le conté sobre el surgimiento de la tradición del cañonazo de las nueve. En un carruaje con dos elegantes caballos nos trasladamos hasta el Castillo de la Real Fuerza. Dicen que fue uno de los primeros construidos en América. Y si creerle a mi amigo Pedrito, que se dedica a dar vueltas a los turistas por estos sitios, al frente, donde está un pequeño edificio que se llama el Templete, por allá por el siglo dieciséis tuvo su origen la hoy capital de todos los cubanos. En ese histórico lugar y nos agarró la hora del almuerzo.
Fascinada escuchaba Elia, haciendo un sinnúmero de preguntas. Le interesaba todo. Me dejaba perplejo por la cantidad de cosas que me hizo ver del mundo de Víctor, que se han convertido en algo tan común y cotidiano que uno ni se daba cuenta lo interesantes que eran.
Después del almuerzo, decidimos intentar abrir el laboratorio. Elia me estaba ayudando en cada paso, ya que mi movilidad seguía limitada. Quizás me confiaba demasiado, pero ella parecía tan sincera y animada, que no lograba mantener mis defensas en alto. Me negaba a imaginar que pudiera hacerme daño. Me arriesgué. Llevaba este secreto por mucho tiempo por dentro y estaba muy feliz de poder compartirlo con alguien.
Pues abrimos el laboratorio y… ¡qué desastre! El olor a plástico quemado irritaba la garganta. Por todas partes se veían rastros de espuma del sistema contra incendios automatizado, el mismo que me catapultó fuera del peligro. También cortó Ia energía eléctrica, por lo que todo estaba en penumbras.
—¿Podrás arreglarlo? —preguntó pasando Ia vista de un equipo a otro.
Miré mis manos.
—No hasta restablecer completamente la movilidad. Hay piezas muy finas que llevan mucha precisión. Y no solo eso. Tendría que salir para buscarlas.
—Entonces vamos a cerrarlo y dedicaremos todo el esfuerzo para tu rápida recuperación. Y mientras, si quieres, me enseñas algo para poder ayudarte después.
Sus palabras estaban llenas de entusiasmo, y a partir de ese día nos convertimos en un equipo. Me enteré que estaba estudiando medicina a distancia, por lo que poseía un amplio conocimiento sobre el funcionamiento del cerebro. En los días de mi recuperación pudimos debatir bastante sobre el proyecto, y me ayudó a volver a analizar Ia teoría. Una y otra vez me atrapé en el pensamiento, que me estaba acostumbrando a compartir con ella. En algún obscuro y bien escondido rincón de mi conciencia se estaba activando una alarma, que aunque clara y cada vez más frecuente yo no quería escuchar.
El tiempo pasaba volando. Así entre una cosa y otra llegó el día en que me dieron de alta en La Habana y mi regreso a casa. Realmente no me había detenido a pensar en ese momento y me cogió de improviso. No esperaba ver todo tan diferente. Que me afectara tanto. No, todo estaba exactamente como lo había dejado. El que no era el mismo era yo. Todo me parecía absurdo, irracional. La parte del científico no entendía por qué estaba así, si se podía solucionar tan fácil. Después de Ia tranquilidad del silencioso océano de pino y nieve, Ia ruidosa vida de mi natal solar me agobiaba.
—¡Papi! —mi dos hijos se desprendieron a mi encuentro.
—Cuidado, papá todavía no puede hacer fuerza. —Era Elena ayudándome a llegar al sofá.
En Ia mesa me esperaba un gran cake y en Ia pared, hecho con letras recortadas de papel, unas más logradas que otras, sin profesionalidad pero con mucho amor, estaba puesto: “BIENVENIDO”. El ambiente familiar me ayudó a relajarme y descansar. A pesar de todo, había echado de menos mi casa. Entre esas paredes, levantadas con mis propias manos, fruto de necesidad, sudor y mucho sacrificio, rodeado de familiares, amigos y algunos vecinos, pasé Ia tarde. El “Estelar”[ Noticiero de la televisión cubana.] me informó de Ias nacionales e internacionales. Del resto de Ias noticias, me actualizaron los amigos. Sobre Ias diez, mi mujer con mucha clase y un intachable tacto despidió a todos para que pudiera descansar. Finalmente nos quedamos a solas en nuestro cuarto. Al ver su cuerpo liberarse parte por parte de su encierro de tela, una fuerte contradicción inquietó mi mente. Por un lado Ia deseaba como siempre, y por otro hacía mucho que no veía a una mujer así. Pero el colmo fue, cuando sensible y apasionada se entregó en un beso profundo como el espacio y ferviente como un volcán. Me contraje apenas pudiendo controlar Ia avalancha de emociones que me habían invadido.
—Estás tenso. —Su respiración erizaba mi piel—. No te preocupes. Sé que todavía te estás recuperando. Y ese yeso debe ser bastante incómodo. Solo quería darte un beso. Relájate. —Sus manos rodearon mi cuello—. Te extrañé mucho. Pero ahora, descansa.
Realmente Ias mujeres tienen algún sentido adicional que no tenemos los hombres. Es el de presentir Ias cosas sin tener reales pistas para ello. Así, ahora Ia primera frase de Elia al despertarme fue:
—¿Te pasó algo?
—¿Por qué lo dices?
—No sé, me pareció que te había pasado algo. Te noto diferente.
Muriéndome de pena, buscando palabras menos comprometedoras le conté lo que me había pasado con mi mujer. En verdad no me dejaba en paz. Por un lado era mi esposa con quien llevo conviviendo por casi diez años y por otro lado me era totalmente desconocida. Como si la volviera a descubrir, viéndola desde un ángulo nuevo. Por momentos me sentía como si medio sobrara allí. Como si esa intimidad medio que no me perteneciera. Estaba confundido. Elia sonrió afablemente.
—Eres diferente. Cualquier otro hombre en tu lugar disfrutaría el momento sin cuestionarse tanto Ia parte moral, y más si no podía ser descubierto. Hoy en día muchos hombres y también mujeres han perdido valores con respecto a Ia relación de pareja. En eso ambos mundos por lo que me has contado se parecen mucho. Quedan pocos hombres como tú.
No sabía si alegrarme o no de ser una reliquia, un ejemplar de una especie en extinción. El problema seguía allí. La repentina sensación de sus dedos sumergiéndose en mis cabellos y deslizándose en una suave caricia me hizo estremecer. Al subir Ia cabeza en un gesto de interrogación quedé atónito al encontrarme con sus ojos, profundos y enigmáticos llenos de ternura y algo más que me llegó muy adentro.
—Tienes un corazón lindo —pronunció sin desviar la mirada.
El hechizo terminó tan repentinamente como había comenzado. Levantándose y cambiando de tema, se dedicó a sus tareas en Ia casa, dejándome aún más confundido. Ese día no volvimos a hablar de Elena, y desde aquel momento cada vez que trataba de tocar el tema, ella encontraba Ia forma de evadirlo, dejándome a solas con mi problema, que empeoraba cada vez más. Por mucho que yo me esforzara Ia personalidad de Deneb modificaba mi comportamiento. Todos notaban que estaba raro, que había cambiado, que no era el mismo. La que más se quejaba era Elena, la persona que me conocía como Ia palma de su mano. Cada vez se inquietaba más. Por otro lado Elia había cambiado. No parecía estar enojada, pero tampoco era como antes. Desesperado no sabía qué hacer. Pensé en contarle Ia verdad a mi esposa, pero... ¿cómo? Pensaría que me estoy burlando de ella. Si Elia, viendo el laboratorio, presenciando el accidente, siendo testigo de muchos detalles por poco no me cree, ¿cómo explico yo que después del accidente me uní con otro hombre de otro mundo? ¿A quién con ese cuento?
También me preocupaba el trabajo. Hasta ahora el yeso me daba una tregua. ¿Podría disimular mi cambio? ¿Me crearía problemas con los demás? Tenía más preguntas que respuestas, y el tiempo no jugaba a mi favor.
Capítulo 3
Pasaron dos días más y llegó el sábado. Primer sábado en casa después del hospital. Todos sentados a Ia mesa y Elena sirviendo Ia comida en los platos.
—¿Quieres quimbombó? —preguntó tomando el mío.
—Sí, Elia, por favor —respondí distraído.
—¿Cómo me dijiste?
—E… El…ena.
—¡No! Dijiste Elia. ¿Quién es Elia?
Se estableció un tenso silencio, y todas las miradas se posaron sobre mí. Es difícil pensar en esas condiciones, y después de un disparate solté otro.
—Es, he…he… mi enfermera.
—¿Enfermera? No conocí ninguna con ese nombre en el hospital. —En sus ojos se prendieron dos llamas de fuego.
—Mi amor, mira, después te explico. Todos están esperando para almorzar. No es nada de importancia. Luego hablamos.
El almuerzo pasó tirante y se acabó rápido. Alto seguido todos los invitados bajo diferentes excusas se apresuraron en marcharse.
En cuanto nos quedamos a solas mi esposa rompió el silencio.
—¡¿Quién es ella, Víctor?! ¿Quién es esa Elia para tú confundirme con ella? ¡Contéstame! En los años que llevamos juntos tú nunca me habías llamado con otro nombre. ¡¿Quién es esa Elia?!
Ella se acaloraba más y más con cada palabra mía tratando de esquivar y olvidar el asunto y fui obligado a decirle Ia verdad. Al menos lo intenté.
—Mira mi amor, te voy a decir toda Ia verdad. Cuando yo sufrí el accidente me uní a otro hombre de …
—¡¿Qué?! ¡¿Elia es un travesti?! ¡Eso me faltaba! ¿Te has convertido en pájaro[ Homosexual.]?
—No, por favor, escucha. Él es del más allá.
—¿Ah, porque te metiste a jinetero[ Hombre que ejerce la prostitución con extranjeros.]? ¡No me digas!
—No, chica[ c], de verdad, hay otro mundo aparte de este, y allí vive un hombre que sufrió un accidente también y en ese momento nuestras mentes se unieron. Y Elia es la enfermera que lo está cuidando…
—¿En el otro mundo?
—Sí.
—¿A otro hombre?
—Sí.
Sus ojos se aguaron.
—Mira. Por lo menos ten respeto a los años que llevamos juntos, para que a estas alturas tú me vengas a inventar cuentecitos descabellados. Debería darte vergüenza. No tienes valor ni siquiera para decirme de frente que tienes una amante, ¡so desgraciado! Y yo, de boba, preocupada ¿Qué le pasa? ¿Qué tiene que está tan cambiado? Claro, cómo no me vas a rechazar en Ia cama. Ya no te intereso. Es Ia otra la que te lo hace como te gusta, ¿no?
—No. No, mi amor, no es eso. Elia es Ia mujer de mi sueño, ¿entiendes? No es real, bueno sí lo es, pero del otro lado. —Hice yo un último desesperado intento.
—¡¿Qué?! ¡Y en mi cara! ¡Fuera de mi vista!
Se me partía el corazón al verla llorar, pero sabía que seguir Ia conversación en ese momento no tenía sentido, y que lo mejor que podía hacer es dejarla sola hasta que se tranquilizara. Me puse Ia camisa y salí a Ia calle. Los vecinos al verme bajaban Ia vista. Todos se habían enterado. El solar es el mejor medio de difusión masiva que ha inventado el hombre. No tienes ni que subir la información, ni responder los comentarios. Todo lo hacen por ti de forma completamente automatizada y cien por ciento gratis. Solo tienes que tener un evento en tu vida y la red se activa inmediatamente. Qué fastidio.
Cuando regresé, estaba durmiendo. No quise despertarla y me tiré en el sofá. Pasé horas pensando, tratando de encontrar una forma certera de arreglarme con mi esposa. Tenía que lograr que me creyera. No había otra manera de explicar mis cambios. No quería mentirle. La amaba con el alma y siempre fui sincero. ¿Pero cómo hacerle creer en Ia verdad? La madrugada pasó volando y al llegar Ia mañana yo todavía no estaba preparado. Un somnífero me dio el tiempo que necesitaba.
—Buenos días señor Deneb.
A mi lado estaba sentado un hombre en su bata impecablemente blanca. Me costó unos instantes recobrarme de Ia sorpresa y recordar esos rasgos.
—¿Doctor... Redmond?
—Sí, soy yo —sonrió tras su copiosa barba negra que se unía con su bigote, prácticamente escondiendo por completo su boca—. ¿Cómo se siente? Por lo que me dijo su cuidadora ya puede hacer casi todo. Por favor siéntese.
Me senté.
—Muy bien.
Elia estaba parada detrás del médico, pero su mirada delataba que sus pensamientos estaban lejos de aquí.
—Señorita Elia. —Se viró el doctor hacia ella al terminar el examen.
—Ah, sí, dígame.
—La felicito, su paciente está muy bien. Buen trabajo. Hoy mismo le damos de alta.
—Gracias doctor —respondió tratando de dibujar una sonrisa.
—Prepárese. Dentro de una hora la pasan a recoger. Tenemos otro caso que necesita de su labor. Siga así joven. Y usted —me dijo, levantándose—, venga a mi consulta dentro de un mes, sin falta. Adiós.
La nave se marchó, devolviendo a los alrededores el habitual silencio.
—Quise avisarte cuando te despertaras, pero ya ves, el doctor vino tres horas antes de lo programado. Tuvo que atender una urgencia en el área y se desvió hasta acá.
La hora pasó volando. Recogiendo sus cosas y organizándolo todo, Elia no paraba de darme instrucciones de cómo tenía que cuidarme de ahora en adelante. El helicóptero llegó puntual.
—Bueno, ya estás listo para seguir restaurando el laboratorio sin asistencia, y continuar tu vida, ahora además con tu nueva familia, que por lo que me has contado quieres mucho. Te deseo lo mejor, y si me necesitas algún día...
Su boca pronunciaba una clásica despedida entre una profesional de la medicina y su paciente pero sus ojos derramaban algo completamente distinto, profundo y conmovedor. De repente viró Ia cara y antes que yo pudiera decir una palabra, con pasos apresurados recorrió Ia distancia hasta el volátil gigante, que estremeciéndose y levantando nubes de nieve se elevó al cielo y desapareció tras los picos de los árboles.
—Adiós —dije desconcertado.
—Papá, papá.
—¿Qué? —respondí soñoliento.
—Papá. —Era mi hijo menor. Abrí los ojos.
—Papá, ¿por qué mamá está triste?
—¡¿Cómo?!
—Sí, está en la cocina llorando.
Movilizando toda mi fuerza de voluntad me sacudí los restos de sueño y me levanté del sofá.
—Quédense aquí viendo los muñes. Yo voy a hablar con ella, ¿sí? Buenos muchachos.
—Elena. —La boca se me secó y en Ia lengua se hizo un nudo. Jamás la había visto tan destrozada. El pecho se me oprimía. Unas ojeras se marcaban debajo de sus ojos. Estaba sentada en un banquito, inmóvil, mirando Ia nada. Lágrimas de dolor recorrían sus mejillas.
—Elena… —comencé con voz ahogada—. Elena, por favor, escúchame.
Las palabras salían temblorosas de Ias forzadas cuerdas vocales. Lentamente, como si fuera de plomo levantó Ia cabeza. Su mirada me atravesaba y se perdía en el infinito. No aguanté más y me tiré de rodillas delante de ella y tomando sus manos entre Ias mías, Ias apreté contra mi pecho.
—No me toques —dijo con voz de ultratumba, y liberó sus muñecas.
—Por favor, dame una última oportunidad de explicarte. Solo escúchame por última vez.
Suspiró, dando de esa forma Ia luz verde. Me tomé unos segundos para equilibrarme y organizar Ias ideas. Sabía que Ia frase “te amo” no iba a funcionar ahora. Tenía que ponerla a pensar.
—Tú sospechas que tengo otra mujer. Si fuera verdad, esa mujer tendría que existir, debería conocerla de algún modo y lo más importante, mantener esa relación. Tendría que dedicarle tiempo, dinero, etc., ¿no es verdad?
Silencio. “Bien”, pensé con alivio. “Puedo seguir”.
—Tú mejor que nadie conoces mi rutina. Sabes que tu padre y yo trabajamos juntos ¿Crees que no notaría algo extraño en el trabajo? En la brigada hay solo dos mujeres y ninguna se llama Elia. Después del trabajo vengo directamente para la casa. Sabes que salgo poco, y cuando lo hago prefiero que vayas conmigo. Los fines de semana siempre estoy con ustedes. Pues, ¿en qué tiempo tú crees que pudiera atender a otra mujer? Tienes acceso a la cuenta del banco. Sabes cuánto gano cada mes. ¿No te parece que no hay forma de mantener a una amante así? ¿Cuándo yo te he engañado ¿eh? Tú eres Ia única mujer que amo en este mundo.
Me miró a los ojos y disparó.
—¡¿Entonces quién es Elia?!
—Bueno —suspiré preparándome para Ia parte más difícil—. Elena, yo siempre he sido sincero contigo. Tú lo sabes. Si no te he contado esto desde el principio fue en primera porque cuando sucedió, ni yo entendía lo que estaba pasando, y en segunda, después de lograr entenderlo, no sabía cómo decirlo. Es tan increíble que temí que no me tomaras en serio. Si te has dado cuenta desde el accidente, sin proponérmelo, he cambiado. Y no solo contigo. Creo que todos lo han notado.
Cambió de posición sentándose de frente.
—Pues, existe otro mundo, que no es de los muertos, no. Allí todos están bien vivos. Tampoco es el extranjero. Es como paralelo, en otra dimensión, quizás hasta en este mismo planeta. Y en ese lugar vive un científico, que hizo un experimento sobre cómo materializar el pensamiento, o algo así. En resultado, le salió mal y tuvo el accidente en el mismo momento que yo, y nuestras mentes y conciencias se unieron. Y ahora, soy resultado de Ia unión de ambos.
Los golpecitos que daba su pie en el piso mostraban creciente impaciencia.
—Bueno, en fin, cuando yo estoy despierto, estoy aquí. Pero cuando me duermo aquí, me despierto allá. Y Elia, es Ia enfermera que estaba cuidando al científico allá. Es decir a mí, después de su accidente, porque vivo en un lugar muy bonito, pero muy intrincado y no podía moverme casi. Y no tengo familia. Bueno sí tengo unos parientes, pero hace años ni nos hablamos. Por eso ella me estaba cuidando. Hasta que ayer me dieron de alta, y ella se fue a atender otro caso. Es por eso que me cohíbo de estar contigo, porque parte de mí hace años que no se relaciona con una mujer, y además que se me entregue así sin siquiera yo conocerla. Es por eso que engrasé Ia puerta después de cinco años de chillidos y con la ayuda de Tonito arreglé el flotante del tanque de agua. Ahora soy además científico, ¿entiendes? No puedo ver Ias cosas como antes, ni tampoco actuar igual. Y es por eso que sin querer dije “Elia” cuando me servías Ia comida. Pasé allá días enteros en Ia casa, y Ia única persona con quien me comunicaba, se llama Elia. Y es Ia que me atendía y... bueno eso ya te lo conté. Y ahora entonces estoy metido en tremendo lío, porque lo que soy ahora fue un producto del azar. Según los cálculos yo simplemente tenía que subir una copia de mi conciencia a la máquina, pero al sobrecargarse y salir del control buena parte del sistema, la relación del tiempo espacio se trastornó. Tendría que apoyarme en el estudio de Fertel e investigar el comportamiento de la materia, específicamente a nivel celular bajo las nuevas condiciones que se me han presentado a ver si entonces logro modelar…
Sin darme cuenta mis reflexiones se desviaron tratando de entender, dónde ocurrió el fallo y qué consecuencias pudiera tener ese estado para el futuro.
—¡Ay mamá, lo que me faltaba! El golpe en Ia cabeza no te hizo nada bien —susurró Elena.
Reaccioné cuando con Ia dulzura de una madre me abrazó y meneándome de un lado a otro me decía:
—No te preocupes mi cielo. El doctor Fernández te va a arreglar esa cabeza. Esta misma semana trataré de conseguirte el turno.
Todo mi ser se levantó en protesta ante Ia injusta acusación, mas me apuré en controlar mi indignación. Acababa de recuperar a mi esposa. Era el galardón más preciado que podría obtener en ese momento.
Los tres días de tregua me hicieron muy bien. Sí, fue precisamente ese el tiempo que necesitó mi amada para mover cielo y tierra y conseguir una brecha en Ia apretada agenda del doctor Fernández. Aunque los niños me miraban con desconfianza y callaban más que de costumbre, Elena era todo amor y comprensión.
Mientras en La Habana Ia vida bullía de acontecimientos, entre Ias montañas los días pasaban lentos. La ausencia de Elia se sentía cada vez más. Las horas se hacían increíblemente largas. No entendía, cómo pude haber pasado años en este encierro absolutamente solo. Ni siquiera el intenso trabajo en Ia restauración del laboratorio me quitaba ese profundo sentimiento de nostalgia. Ya no me llenaba como antes. Elia me había robado el monopolio de mi micro mundo. Ya no era solo mío. Sus huellas estaban por todas partes. No había cosa que yo tocara que no levantara una nube de recuerdos, que hacían latir más fuerte mi corazón. Algo se había roto en mí, algo, que yo con todas mis habilidades y conocimiento de ingeniero no podía arreglar. Por otro lado, Ia situación con mi esposa no me dejaba en paz. Esa dudosa tregua que había conseguido sin querer, me preocupaba más y más. Por un lado logré ganarme su apoyo, pero por otro, permití que se alejara de Ia verdad. Esa visita al psiquiatra, el cuento de mis “problemas mentales”. ¿Por cuánto tiempo podría mantener ese juego, ese engaño? ¿Y qué saldrá como resultado? Me revuelve nada más de pensar montar todo ese teatro delante de ella. Ella, con quien había logrado vivir sin secretos, en quien podía confiar con los ojos cerrados. Donde habíamos logrado una relación sin sombras ni puertas prohibidas para uno en el otro, donde éramos uno solo en el más profundo sentido de la palabra, de tal manera que ni Ias lenguas envidiosas habían logrado manchar nuestra relación. Y ahora, nuestro amor está corriendo un grave peligro. Y lo peor es que no encuentro una solución. Llegué incluso a pensar que hubiera sido preferible que fuera verdad, lo del engaño. Por lo menos hubiera habido algo que yo pudiera hacer para remediarlo. Haría todo para que me perdonara y trabajaría sin descanso para sanar sus heridas. ¿Pero qué puedo hacer en esta situación? No puedo juzgarla por no creerme. Y aunque sé, que en el fondo de su corazón no se conforma con la infidelidad. ¿Cómo creer algo así?
Afligido y agotado me dejé caer en el butacón. Los ligeros copos de nieve del otro lado de Ia ventana, descendían dibujando curiosas vueltas, como si bailaran al ritmo de un mágico vals. Oscurecía. La silenciosa soledad, ahora en penumbras, me hizo nuevamente recordar a Elia. Delante de mí comenzaron a pasar Ias imágenes de cuando estaba aquí, de cómo me cuidaba. Cómo fue Ia primera en enterarse de mi descubrimiento, y esa profundidad en sus ojos a Ia hora de Ia despedida, como queriendo decir algo. Sí, esa mirada. Esa forma de mirar me era familiar, pero…¿de dónde? Un escalofrío atravesó mi cuerpo. Pero claro que sé de donde, y no solo Ia mirada... Lo mismo me había pasado con Elena más de una década atrás. Me hacía sentir exactamente igual. No. Cómo puede ser, si yo amo a mi esposa, cómo entonces puedo… Pero eso es lo que está sucediendo. ¡Pero está mal! No se puede estar enamorado de dos mujeres a Ia vez. Sí te pueden atraer físicamente, pero amor es mucho más que eso. Amor es entrega, no puedes entregarte a dos personas diferentes al mismo tiempo. ¡Tengo que sacarme eso de la cabeza! ¡Yo no soy un adúltero, fui y seré fiel a mi esposa! En ese momento una parte dentro de mí se alzó en protesta. “No puedo hacer eso, tú sabes que lo que siento por Elia es tan fuerte, sincero y puro como lo que siento por Elena”. Mi pobre cerebro apenas daba abasto para procesar todo eso. Hubo una época en Ia cual los ingenieros empezaron a poner dos microprocesadores en una computadora, porque uno no era suficiente. Bueno yo tenía una doble computadora exprimiendo un solo procesador. Los conceptos, sentimientos, principios, hechos, probabilidades matemáticas estaban dando vueltas, desbordándose y amenazando ahogar mi sentido común y Ia capacidad sana de análisis. Estaba perdiendo el control sobre mi mente, cuando a punto de estallar, Ia avalancha comenzó a tomar forma llevándome al momento donde todo había comenzado: el experimento. Y al rato se resumió aún más materializándose en una sola pregunta: ¿Quién soy? Sí, ya había entendido que era resultado de Ia colisión de dos conciencias, de dos mundos diferentes, que se parecían como dos gemelos, donde existen dos cuerpos diferentes unidos ahora por una conciencia compleja. No eran dos personas viviendo en Ia misma cabeza, no. No había dos “yo”. Era un solo “yo” compuesto. Como si tuviera una doble naturaleza, como cuando mezclas en un solo vaso con agua, sal y azúcar. O como Ia luz, que a Ia vez se comporta como partícula y como onda. Desde el punto de vista científico era un fenómeno sumamente fascinante que de ser publicado pudiera inmortalizarme en la historia de la humanidad. Sería mundialmente famoso y ¡puede que incluso me otorgaran el gran premio! ¿Pero cómo manejarlo cuando uno mismo es el conejillo de indias, y cuando el éxito destruye lo que más vale, y aleja y hace sufrir a los que más amas? Sin proponérmelo me había tendido una trampa. Cada vez se dibujaba más claramente en mi mente que la única salida de esta situación era regresar. Sí regresar.
EI laboratorio estaba casi listo y pude proyectar en una amplia imagen holográfica mi compleja teoría. No podía dejar de admirarla. Era mi obra maestra, y no sólo mía. Era fruto de dos generaciones. Años de arduo trabajo. Y ahora tendría que destruir la única evidencia que avala su veracidad. Si me lo dicen un mes atrás, me hubiera reído de esa posibilidad. “Ni loco”, sería mi respuesta. Pero, la influencia de Víctor, me hizo ver la importancia de la familia. Lo frágil que es y el cuidado que demanda de su líder. No tenía derecho a destruirla por salvar un proyecto científico. Decidí sin más demora buscar la forma de devolver a todos los implicados a la normalidad. Trabajaré hasta conseguir el resultado. Manos a la obra. Me armé con todas Ias sustancias anti sueño que tenía en la cabaña, y con todos los somníferos que pude conseguir en Cuba. La estrategia sería poner el reloj para despertarme varias veces durante la misma noche en La Habana, alto seguido, si es necesario, tomarme un somnífero y seguir durmiendo una hora más hasta que suene la próxima alarma. En el laboratorio al contrario estiraría el tiempo de lucidez hasta veinte horas, dormiría por cuatro horas y repetiría. De esa manera debería poder ganar una semana de trabajo, equivalente a una noche en Cuba. Escondí el despertador en una lata de galletas, le cerré bien la tapa, y la acomodé debajo del sofá. Así solo yo lo podía escuchar.
Revisé todo el proceso de una punta a otra. Me estudié las grabaciones de los parámetros del experimento. En general todo coincidía con los cálculos previamente desarrollados. Si no hubiera existido un mundo paralelo, el resultado debía haber sido el esperado. Pero ahora no es lo que estaba buscando. Por eso incorporé los nuevos parámetros, que para mi sorpresa encajaron a la perfección en Ia fórmula general. Un segmento tras otro fue reconstruido y ampliado, pulido y refinado meticulosamente.
Al final del quinto día con el efecto de la última cápsula por fin, cómo dirían en Cuba, había armado el muñeco. Lo introduje todo en el simulador. “Start” me dije y apreté el botón. Los minutos se volvieron horas para mí. Cansado, estaba tratando de empujar la barra de progreso en la pantalla con mi vista. “Simulación finalizada. Tiempo: siete minutos con treinta y seis segundos. Analizando los resultados.” Aparecieron los mensajes. Los nervios se me pusieron de puntas.
“Datos insuficientes. Por favor introduzca los siguientes parámetros … ”
El efecto de Ia cápsula se desvanecía, la visión comenzaba a ponerse borrosa y la mente turbia. Me apuré en completar su pedido.
Pasaron dos minutos más, y delante de mí en tres dimensiones, con letras rojas, Ia máquina desplegó el terrible veredicto:
“EL PROCESO ES IRREVERSIBLE”
Desesperadamente volví a repetirlo revisando subproceso tras subproceso. No había ningún error. Solamente se podía revertir antes de Ia fusión de Ias dos conciencias. Pero ahora ya era imposible. Desconcertado y abatido me despegué del ordenador. No había más nada que hacer. Unos segundos más tarde mi extenuado cuerpo agotó los últimos recursos y sucedió lo inevitable.
Irritado e impotente abrí los ojos en mi apartamento en La Habana. Mi cuerpo se estaba quejando después de una mala noche y mi mente estaba perturbada. No tuve tiempo para digerir el fatal resultado de mis investigaciones.
—Buenos días cariño —me saludó Elena mirándome a través del espejo, mientras se ponía los aretes—. Te puse Ia ropa en Ia silla. El pantalón gris y Ia camisa de cuadros ¿Te parece bien?
Reuní toda mi fuerza de voluntad para no dejarme llevar por mi estado de ánimo y no responderle algo áspero.
—¿Mi amor, tú estás segura de que esta consulta es realmente necesaria? Yo no tengo nada, no necesito a un psiquiatra.
—¡Pero yo sí! Yo sí necesito que alguien me explique, qué es lo que realmente sucede contigo. Por favor, no te cuesta nada. Dale vístete, no quiero llegar tarde.
—Está bien, mi vida, sabes que lo hago por ti.
Después de llenar un millón de planillas, pintar dibujitos y responder preguntas tontas, el asistente se llevó el valioso fruto de mi exprimido cerebro y entró a jugar Fernández en persona.
—Bien, mientras mi ayudante procesa los test vamos a conversar sobre qué es lo que le preocupa —pronunció mirándome con una afable sonrisa.
—Realmente a quien le preocupa es a mí, doctor —interrumpió mi esposa, dejándome con la palabra en la boca—. De un tiempo para acá, está totalmente cambiado. Bueno, más preciso desde el accidente.
—Un accidente. ¿Tuvo lesiones en Ia cabeza?
—Sí, doctor. Estuvo hospitalizado durante una semana y media.
—Bien, y ¿en qué consiste su cambio?
—No sé…, en todo. Ha cambiado en todo. Su forma de hablar, de tratar a los que le rodean. Hace cosas que antes no hacía y por último me contó una historia totalmente fantástica sobre un mundo paralelo; que se unió a otro hombre y …hasta me llegó a llamar por el nombre de otra mujer. Yo pensé al principio, que me estaba engañando, que tenía otra, pero averigüé en todos los lugares que frecuenta y no hay nadie con ese nombre. ÉI nunca me ha dado motivos para sospechar de otra relación. Me dice que es en sus sueños cuando él Ia ve y es cuando se convierte en otro hombre. ¿Pero cómo puede un sueño transformar así a una persona?
—¿Usted duerme bien, Víctor?
—No duermo —respondí con desgano. Mis pensamientos seguían en el laboratorio.
—¿Padece de insomnio?
—Algo así.
—¿Desde cuándo?
—Desde el accidente.
—¡¿Víctor?! ¡Pero tú no me habías dicho nada! Yo…te veía, y por mi madre que pensaba que estabas dormido —reclamó Elena con fuertes notas de culpa en su voz; cómo si ella fuera negligente en su papel de esposa. No lograba comprender cómo algo tan obvio se le pudo haber pasado de vista.
—Eso pudiera explicar algunos cambios en el comportamiento. —Se apresuró el Dr Fernández a romper la incómoda pausa.
—Y, bueno —seguía el doctor— los días que logra dormir, ¿tiene sueños, pesadillas?
—No —respondí frustrado.
Trataba con todas mis fuerzas de mantenerme calmado. Sabía que los dos tenían una sincera disposición de ayudarme. Se me partía el corazón al ver con qué esperanza en la mirada mi esposa seguía cada palabra del médico. Cómo si faltaran solo un par más de preguntas correctas y el diagnóstico sería establecido, y… el tratamiento acertado le iría a devolver a su amado esposo y toda la angustia quedaría solo como un mal recuerdo, para siempre en el pasado. ¿Cuánto más tengo que extender este teatro?
—Muy bien —con una actitud intachable el doctor cambió de postura buscando relajar el ambiente— por qué no me cuenta un poco de aquel sueño que le contó a su esposa. ¿Fue en blanco y negro o en color?
—No es un sueño —suspiré.
—¿No? ¿Pues qué es? —Ahora sus ojos grises, que me recordaban los de un gato, me miraban directamente mostrando un genuino interés.
—Mi otra vida. —Me estaba comenzando a alterar—. En el otro mundo, paralelo.
Sus cejas se arquearon en un “¡No me diga!”
—¿Por qué no me cuenta un poco más sobre esa otra vida, Víctor?
—Ya se lo conté a mi mujer, y me trajo aquí —respondí tratando de controlar la irritación que con cada segundo iba creciendo dentro de mí—. Y estoy seguro, que si se lo cuento a usted, me receta un montón de pastillas y me manda para el manicomio. Pero lo que es más importante, que es aceptar mi nueva naturaleza y ayudarme a aprender a convivir con ella ninguno de los dos está dispuesto a hacer. Con permiso.
Me levanté y salí de Ia consulta.
—¡Víctor! —me gritó Elena asombrada—. ¿Qué es lo que tú te estás permitiendo? Regresa, ¡Víctor!
Con dificultad logró alcanzarme en la escalera.
—Pero si él solo trata de ayudarte —me dijo desesperada tratando de controlar la respiración.
—¿Ayudarme? Mi amor, créeme él no me puede ayudar. Él no tiene ni la menor idea con lo que está tratando. No es un problema psíquico. Bueno sí lo es, pero lo que necesito es una solución científica. Yo no estoy loco. Yo me entiendo perfectamente bien. La que necesita entenderme eres tú, y para eso tienes que creerme. Y él, con todo y buen profesional que es, no te va a ayudar en eso.
En ese momento nos dimos cuenta que estábamos bloqueando el paso en ambas direcciones. Una docena de ojos nos estaban mirando con un mudo reproche. Todos querían pasar, pero nadie se atrevía a interrumpir. Disculpándonos apresuradamente salimos del hospital.
En todo el camino de regreso no habíamos cruzado palabra. Los niños estaban en Ia escuela. La casa estaba más silenciosa que de costumbre.
—Víctor, yo no puedo más así. —Finalmente retomó la conversación Elena—. Te has convertido en un extraño. No te conozco, Víctor. Me asustas, no sé qué esperar de ti.—Sus manos no paraban de estrujar su cartera—. Los niños me hacen preguntas que no puedo responder. Los vecinos se callan cuando paso. Muchos ya ni saludan. Por favor. Dime Ia verdad. Trataré de entenderte.
Suspiré.
—Ya te dije Ia verdad. ¿Me crees?
—¿Creer en qué? ¿En qué Víctor? ¿En el mundo paralelo? ¿En el experimento secreto? ¿En los poderes mentales del científico loco que se metió en tu cabeza? ¿En eso tú quieres que yo crea?
Lágrimas de dolor cubrieron su rostro. Quebrantada, desahuciada allí estaba parada mi amada. Tan cerca y a la vez, cada vez más inalcanzable. Cada célula de mi cuerpo gemía por lanzarse a su auxilio. A abrazarla fuertemente y enjugar sus lágrimas, susurrándole al oído palabras de consuelo hasta que se desvanezca la última sombra de su angustia. Pero, ¿cómo? Si lo único que permitiría acercarme en estos momentos sería decirle la “verdad” que ella tanto quiere escuchar, y la que yo no le puedo dar.
—Nunca pensé que fueras a caer tan bajo, Víctor. Pero no te preocupes, no tendrás que inventar más historias —continuó calmándose un poco—. Te dejo libre para que hagas lo que te plazca con tu vida, con quien sea que hayas elegido.
—Elena, no hay más nadie, por favor...
La puerta se cerro detrás de ella. Se fue. ¡Maldito experimento!
¡¿Cómo conciliar que el éxito más grande del que cualquier científico pueda soñar ha llegado a destruir lo más preciado que he tenido en mi vida: mi familia?! Pero por otro lado, si tuviera una familia, no hubiera llegado a desarrollar el proyecto. Ha llevado años de trabajo de doce, dieciséis, a veces veinticuatro horas al día. Por un momento imaginé a mis niños jugando en el laboratorio, haciendo avioncitos con las hojas de los cálculos. Corriendo y saltando por toda la cabaña con la algarabía que los caracteriza, gritando: “¡Papá!¡Papá! ¡Mira!“
Tocaron la puerta. Me lancé a abrir esperando que fuera mi esposa. Y ya las palabras de amor llenaban mi boca y mis manos se extendían en un abrazo, cuando me di cuenta que delante, desconcertado con un recibimiento tan efusivo, estaba parado Luis Alberto, el pastor de la iglesia a la que asistíamos.
—E-eh, V..víctor, e-eh, hola —comenzó él recobrando la compostura—. ¿Cómo está?
“¡Primero psiquiatra, ahora pastor!”, saltó a protestar la parte del científico dentro de mí. “¿Cómo se enteró tan rápido? ¿Se acaba de ir Elena, y ya él está aquí?”. “Calma. Sí, es nuestro pastor. Es una buena persona y puede ayudar.” Me respondía a mí mismo en la mente; aunque también intrigado por la inmediatez de su aparición. ¿Lo habrá mandado mi esposa?
—Si no es un buen momento puedo venir otro día…
—No, pastor, por favor pase —tartamudeé apartándome.
—Puedo ver que ya está bastante recuperado del accidente. Desde la última vez que lo visité en el hospital a ahora, es otro hombre. ¡Gloria a Dios! Solo de ese yeso debe preocuparse por unos días más. Y, claro, la fisioterapia. Nuestras oraciones fueron contestadas. Y en su casa, me imagino, todos deben estar muy aliviados.
—Sí, pastor.
Un nudo se me hizo en la garganta. Estaba urgido de contarle la terrible situación en la que se encontraba mi familia, pero temía que al decir la verdad, lo alejaría al igual que a los demás.
—Bueno, me supongo que necesita descansar, no lo estorbo más. Déjeme orar y me marcho.
Cuando una persona es movida por el Espíritu Santo, no tienes que contarle nada. Cada palabra, cada frase que el Señor puso en su corazón hacían eco con mi situación. Después del “amén” hice otro intento por compartirle lo que tenía por dentro:
—Pastor…—comencé y enseguida fui reprendido por el científico en mí: “¡Ni se te ocurra!”
—¿Sí?
—No, nada. Gracias por su visita.
—Qué el Señor le bendiga, mi hermano. Hasta luego.
Por Ia tarde pasó mi suegra a recoger las cosas de Elena y Ias de los niños. No me dijo nada, pero Ia acusación se sentía en cada gesto. Después, más nadie interrumpió mi soledad. Una botella de Habana Club, guardada para una ocasión muy especial, fue diluyendo mi conciencia hasta apagarla por completo, pero... qué fastidio. Primera vez lamenté de corazón no poder dormir. La casa del bosque estaba tan desolada como Ia de La Habana. Incluso más silenciosa. Y todo mi dolor se mudó para acá. No tenía escapatoria. No había absolutamente nada que pudiera hacer.
Los días seguían pasando. Estaba sumergido en mi angustia en mi solar, cuando me sorprendió un toque en Ia puerta. Abrí y me quedé congelado en el lugar.
—¿Puedo pasar?
—E-eh..., sí, como no, me apresuré en quitarme del medio, recuperando el dominio propio. Su mirada reflejaba confusión. Miró alrededor.
—Lo mantienes bonito.
—Sí, eso trato.
Se produjo una tensa pausa. Ninguno sabía qué decir. Atrajo su atención un dibujo pegado en Ia pared. En mis largas horas en solitario, después de múltiples intentos, logré reflejar a dos parejas. Una era Elena y yo, sentados en el butacón de Ia casa en un abrazo, y Ia otra, Elia y yo parados frente a Ia casita en Ias montañas.
—¿Quiénes son ellos? —preguntó mirando Ia segunda pareja.
—Él es Deneb y ella es Elia.
—Linda pareja —dijo con una entonación que no comprendí.
Se sentía incómoda, trataba de controlar sus emociones.
—No te voy a molestar —se precipitó —. Solo vine para avisarte que me descubrieron cálculos en la vesícula y me dieron turno de Ia operación para el dieciocho del mes que viene. En el Calixto García. Pensé que debías saberlo.
Se volteó para irse, mas deteniéndose frente a Ia puerta pronunció pensativa y melancólica.
—Sabes, después de tantos años juntos, creo que ya no sé cómo vivir sin ti. Daría cualquier cosa por volver a ser parte de tu mundo. Por entrar en ese cuento de hadas en el que estás viviendo y que prefieres a la realidad. Me enfrentaría a lo que fuera por tal de recuperarte. Solo que no sé cómo. Por suerte o por desgracia mi mente sigue cuerda —suspiró impotente.
Iba a decir algo más, pero desistió y casi corriendo desapareció en Ia escalera.
Me sorprendió tanto que reaccioné cuando ya no pude alcanzarla. Un almendrón se Ia llevó delante de mi nariz.
—Burro, estúpido —me juzgaba sin piedad—. El dieciocho, en el Calixto. Dentro de veinte días.
Mi mirada se detuvo en el dibujo, y una loca idea pasó por mi mente.
“Operación… Inconsciente... Dentro de... No, yo... no tengo derecho de hacer eso. Es muy arriesgado. Pero...”, me acordé de Ias últimas palabras de mi esposa. “Y si es Ia única forma?”
Parado frente a Ia ventana, con los nervios de punta, decidido a jugármela toda yo estaba apretando el ligero casco del teléfono, haciéndolo sonar pidiendo clemencia.
Dos largos timbres, tercero. Era Ia primera vez que me atrevía a marcar el número del móvil de Elia.
—Oigo —Ia voz sonaba cansada.
—¿EIia?
—¡Deneb! —Mezcla de sorpresa y alegría se sintió del otro lado de la línea.
—Me dijiste que si un día te necesitaba te podía llamar…
— Sí, claro.
—Pues, te necesito…
***
—Elena, mija.
—Tía Antonia. ¿Usted por aquí?
—Anja, vine al agro a comprar unas vianditas. ¿Tú cómo estás?
—Ahí.
—Ay mijita, cómo te ha hecho sufrir ese hombre. El pobre no está nada bien. Encerrado la mayor parte del tiempo. Cuando sale es a comer algo y corriendo para atrás. Todo barbudo, con Ia ropa como quiera. Tiene Ia casa llena de papeles. El otro día se le voló una hoja y andaba por todo el patio tras ella. Y cuando el nieto de Pacheco Ia agarró y, niño al fin, Ia comenzó a romper, se arrodilló delante del muchacho para que se Ia devolviera. Y dice Pacheco que en aquella hoja no se entendía nada. ¡Y el hombre que era! Ah…
No pude aguantar más y, despidiéndome como quiera, viré la cara y con lágrimas en los ojos me apresuré en regresar a Ia casa de mi madre.
Llegó el día de la operación.
—Hija, ya el reloj sonó. Es hora —susurró mi mamá más suave que de costumbre.
Los traviesos rayitos de sol, tan radiantes como siempre, traspasando las cortinas, jugaban entre los adornos de porcelana, que estaban encima de la cómoda. Los pregoneros llenaban el aire con su alegre alboroto. Un exquisito aroma a café llamaba desde la cocina para un rico desayuno. La vida bullía alrededor. Solo que dentro de mí todo estaba apagado. A pesar del esmero de mi familia por apoyarme, la tristeza me comía por dentro. ¿Por qué nos tuvo que pasar todo esto? ¿Qué hice para merecerlo?
—Mami, abróchame los cordones.
La imagen de mi pequeño desamparado me hizo dejar de lamentarme y, respirando profundo, llenarme de valor para enfrentar la realidad.
Todo listo. El anestesista preparando Ia jeringuilla. “Él no vino’’ pasó por mi mente y la habitación se oscureció. De repente un fuerte ruido me hizo abrir los ojos. Ante mi vista apareció un cuarto con paredes brillantes, lleno de raros equipos. ¿Qué pasó? ¿Dónde estoy? Del susto la voz se me atoró en la garganta. Solo pude encogerme tratando de defenderme de lo que no podía entender.
En el medio estaba sentado un hombre joven pelirrojo, rodeado de complejas máquinas, que parpadeaban con luces de diferentes colores. Vestía una bata blanca, pero muy distinta a las de los médicos. Frente a él, suspendidas en el aire, flotaban compactas líneas de texto. Estaba apuntando algo apresuradamente en una hoja de papel, pasando la vista de un monitor a otro. Al notar mi mirada, visiblemente emocionado, hizo por acercarse, pero se detuvo a mitad de camino, como quien teme espantar una mariposa, observando detenidamente mi reacción. Esos rasgos… Las ideas atropellándose unas a otras daban vueltas en mi cabeza. Sí, esa cara yo Ia había visto antes pero... ¿dónde? Como en cámara lenta emergió en mi memoria el dibujo de las dos parejas... cómo era… “¿Deneb?” Me acordé de Ia loca historia de los mundos paralelos.
—¿Víctor?
Su rostro se quebrantó en una profunda expresión de ternura.
—Bienvenida mi amor.
Capítulo 4
El despertador mecánico de dos campanas de los tiempos de la Unión Soviética llenó la habitación con potente estruendo exactamente una hora de haberme dormido. Hace años el país que lo produjo dejó de existir, pero las cosas que fabricaron todavía están sirviendo, de una u otra forma, fielmente a muchas familias cubanas. Objetos rústicos, como los ventiladores “Órbita”, y las lavadoras “Aurika”, que se han negado a sucumbir en el pasado y se siguen reinventando y asumiendo nuevos roles para encajar entre lo moderno y lo sofisticado, ganándose el favor y la admiración de sus dueños. Así también ese reloj, como un centinela, ha cuidado el sueño primero de mis padres, levantándolos cada mañana para el trabajo, y posteriormente el mío propio. Se ha convertido en parte del patrimonio familiar, y aún el día que deje de funcionar, seguirá adornando algún estante de nuestra casa, contando un sinnúmero de historias, que le ha tocado presenciar. No me ha fallado esta vez tampoco, avisándome, cual buen amigo que ha llegado uno de los momentos más importantes de mi vida.
Me levanté lleno de energía, a pesar de llevar semanas durmiendo de tres a cuatro horas al día. Desde que tengo uso de razón, no recuerdo haber trabajado tan intensamente. Aunque el mayor volumen se realizaba en M, en Cuba, me dedicaba a revisar la parte conceptual. Armado solamente con una calculadora, ni siquiera científica, papel y lápiz, tuve que memorizar documentos enteros, escribirlos a mano, hacer los cálculos y después memorizar los resultados para poder introducirlos en la computadora en el laboratorio. Gracias al invaluable apoyo de Elia, que no solo se ofreció para ser la contrapartida de Elena en M, sino que se volcó de lleno en los preparativos. Dedicó todas sus vacaciones, que fueron interrumpidas el segundo día por mi accidente en la cabaña, para el proyecto. Su entusiasmo, su ánimo en los momentos difíciles, su perseverancia, fueron la clave para poder prepararlo todo a tiempo. Fueron deliciosos los días que pasamos juntos, atrapados por la misma idea. Dos adictos a desafiar los límites, en acción.
Y he aquí, con el corazón en la boca, me estaba dirigiendo hacia el Calixto, para recibir a nuestra mundonauta de regreso a esta tierra caliente. Qué ironía, que un logro científico de tal magnitud no le haya tocado a ninguno de los países desarrollados, con todos los recursos y avances tecnológicos. No a una ilustre universidad con sofisticadas instalaciones. No. El primer viaje del planeta Tierra a un mundo paralelo lo ha realizado un albañil, y ahora su esposa. En un pequeño país de modestos ingresos. Con un equipo de la medicina, que no tenía ni la más mínima idea en lo que estaban participando. Y, lo que creo que distinguía este viaje de cualquier otro a las profundidades del océano, o del espacio, lo que lo diferenciaba de todos los viajes de exploración que había conocido, era su objetivo: recuperar la confianza de mi esposa.
Agitado entré al hospital y me dirigí sin escala hacia la sala de espera.
“¡Oiga, compañero!”, exclamaban las enfermeras y los pacientes apartándose de mi camino.
“Con permiso”, “lo siento”, les respondía sin bajar la velocidad.
En pocos minutos llegué a mi destino y…me tropecé a mis suegros y mis cuñados en compañía de algunas hermanas de la iglesia hablando pacíficamente en voz baja. Al verme las conversaciones se quedaron a media palabra y todas las miradas se dirigieron hacia mi persona. Algunos hicieron unas muecas, como si vieran a un fantasma.
—Buenas —dije tartamudeando, luchando por recuperar la respiración.
Toda mi atención se había puesto en Elena y se me pasó por completo que los tendría que enfrentar. Mis suegros cruzaron miradas, tratando de ponerse de acuerdo en cómo manejar la situación. No sabían si era bueno o malo que me apareciera en el hospital después de todo lo que había causado. Las hermanas de la iglesia me miraban con cierta desconfianza. Después del accidente la influencia humanista de Deneb me hizo sentir más inseguro con respecto a la fe. Mi superficial conocimiento de la Biblia no pudo contrarrestar los sólidos argumentos científicos en contra de mis creencias. Esa contradicción interna, sumado a los rumores de adulterio, y las incontables horas que le había dedicado al proyecto hicieron que no me apareciera en la iglesia después del accidente.
—¿Cómo estás, Víctor? —rompió el silencio mi suegro, más para evaluar el grado de peligro al que se enfrentaba, que por preocupación.
—Bien, gracias —respondí mirando de reojo mi reloj pulsera—. ¿Qué tal Elena?
Antes que pudieran responder se abrió la puerta y entró el médico.
—Dígame doctor. —Lo interceptó mi suegra—. ¿Ya terminaron, salió bien?
Pero él, visiblemente turbado, recorrió con la vista a los reunidos y sin preámbulos preguntó:
—¿Se encuentra Víctor Labrada?
—Sí, soy yo. —Levanté la mano.
—Acompáñeme.
Los familiares trataron de objetar, pero al ver la firmeza con la que fui solicitado, desistieron y a regañadientes abrieron el paso. Seguido por las miradas llenas de asombro salí detrás del doctor.
Nos dirigimos al postoperatorio, donde todavía inconsciente estaba mi amada esposa. A pesar de estar fuera del quirófano seguía conectada a media docena de equipos. ¿Qué está pasando? ¿Llegué a tiempo?
—No la hemos podido despertar de la anestesia —comenzó el doctor claramente preocupado—. No es nada común para una persona en su estado físico. Con los niveles de sedantes actuales ya debería de haber recuperado todas las funciones salvo quizás la memoria. Y a pesar de todo nuestro esfuerzo, nada ha funcionado. Y al rato apareció este mensaje en su monitor. No se entendía nada, solo: “Víctor Labrada”. ¿Tiene idea de lo que está pasando? ¿Ha interferido nuestros equipos médicos?
Todavía el doctor estaba hablando cuando se volvió a activar el monitor de mi esposa y con una voz computarizada pronunció el siguiente mensaje:
“¡Atención Víctor Labrada! Atención Deneb! La desconexión automática ha fallado. Repito la desconexión automática ha fallado!”
Sentí como un escalofrío comenzó a subir por mi espalda al concientizar lo que acababa de escuchar. Alto seguido los signos vitales de mi esposa comenzaron a descompensarse uno tras otro.
—Presión arterial cien con sesenta.
—Ritmo cardíaco disminuyendo.
—Está perdiendo temperatura corporal. Lectura treinta y cinco y medio.
—Oxigenación en setenta y cinco y descendiendo.
El personal médico interrumpiendo el uno al otro constataban el rápido deterioro de la salud de Elena.
—¡Está entrando en shock! María prepare la dopamina.
—Presión noventa y cinco con cincuenta y cinco. Temperatura treinta y cuatro y medio.
—¡No! —grité tan fuerte, que todos se detuvieron y viraron las cabezas—. Tienen que sedarla otra vez. ¡Ahora mismo!
—Está teniendo un shock neurogénico —replicó el doctor—. ¿Y la quiere volver a sedar?
—Precisamente por eso tienen que sedarla. No la pueden despertar. Ella todavía está conectada. ¡Si la despierta la puede matar!
—Pulso cuarenta y cinco…
La ráfaga de lecturas, anunciando el fulminante deterioro del estado físico de su paciente, hizo que el doctor dejara de escucharme y se volcara por completo a dirigir a su equipo en un desesperado esfuerzo de sacar a mi amada fuera de la peligrosa situación en la que se encontraba.
—Pulso treinta y cinco. Presión arterial noventa con cincuenta.
—La van a perder. ¡Doctor! ¡Deténgase!
Nadie me estaba haciendo caso. El equipo médico sin querer estaba llevando a Elena a un callejón sin salida. Unos segundos más y será demasiado tarde. No me quedaba otra alternativa que tomar el control por la fuerza. En un gigantesco salto recorrí la distancia hasta la enfermera más cercana, recogiendo por el camino de la bandeja para instrumental el bisturí. En el próximo instante mis fuertes brazos de albañil, ya completamente recuperados del accidente, la estaban sujetando firmemente presionando la filosa punta del bisturí contra su garganta.
—¡Deténganse inmediatamente!
El doctor aturdido se quedó sembrado en el lugar con los ojos bien abiertos, y una expresión de renunciar a aceptar que lo que estaba viendo realmente estaba pasando. Su mano izquierda se había quedado a medio camino para pulsar algún botón, con su mano derecha sujetando una jeringa hizo un gesto tratando algo entre defenderse de la escena que tenía delante, y ahuyentarla.
—Dígales a todos que se detengan. ¡Ahora! —rugí, de forma que no admitía contradicción.
El médico en cámara lenta pasó la vista de mí a Elena después miró a la pobre enfermera que debía estar más blanca que un mármol. De la sorpresa no salió ni un sonido de la pobre. Podía percibir cómo temblaba de forma incontrolable. En un gesto de resignación, conservando la calma, como solo un cirujano puede hacer en momentos así, preguntó:
—¿Qué sugiere que haga?
—Sédela por 30 minutos.
Con la mirada dio la orden al anestesista: “Ejecute.”
En cuanto las drogas llegaron al nivel requerido para la pérdida de la conciencia, los signos vitales comenzaron paulatinamente a recuperarse.
Por un instante todos se olvidaron del peligroso bisturí puesto a la garganta de la enfermera y ansiosos e incrédulos fijaron sus miradas en los monitores. No había duda que lo que sabían de sus largos años de estudios médicos, se estaba anulando en esta situación. Lo que en su experiencia debía rematar a mi esposa, le estaba reanimando.
De repente los números parpadearon.
“¡Atención Víctor Labrada! ¡Atención Deneb! La desconexión automática ha fallado. Repito: la desconexión automática ha fallado.”
El doctor se viró hacia mí con una mirada que reflejaba una mezcla de terror, intriga y admiración, buscando respuestas a lo que acababa de presenciar.
—Gracias doctor —dije aliviado sin soltar a la enfermera—. Por ahora estará estable, pero si no la desconecto al disminuir la anestesia, repetirá el cuadro. Prométame que me va a ayudar. No quiero hacerle daño a nadie. No lo puedo hacer solo. Necesito su asistencia para salvarla.
Mi tono era más suave que un ultimátum, pero seguía bastante firme. El médico asintió lentamente con la cabeza. Había conocido a personas de su tipo antes. Es difícil hacerlos comprometer con algo, pero si logras que te den su palabra, la van a cumplir cueste lo que cueste.
Recorrí con la vista a las enfermeras y al anestesista. Uno a uno, unos más por miedo, otros por curiosidad, asintieron uniéndose al compromiso del médico.
—Bien.
Siendo lo más delicado posible solté a mi rehén y devolví el bisturí a su lugar.
Tambaleándose de un lado a otro, todavía temblando se fue alejando hasta caer en brazos de otra enfermera, y solo allí rompió en llanto.
—Lo siento —pronuncié y alto seguido escuché en un tono apremiante al doctor:
—Tik -tok.
Volví a mirar a todos como pasando revista del nuevo ejército que el cirujano había acabado de entregar bajo mi mando.
—La paciente está remotamente conectada a un equipo que no le permite salir de la fase de inconsciencia. El mensaje que han escuchado proviene de la computadora. Para salvarla y despertarla de forma segura tengo que intervenir.
Hice una pausa. Aquí venía la parte más dramática.
—Para poder acceder al equipo, tengo que ser sedado por ustedes.
Volví a recorrer la sala observando la reacción. Quizás en otras circunstancias cubanos al fin, estallarían de la risa, que sería imposible contener por un buen rato. Pero ahora, solo intercambiaron las miradas.
—¿Y luego? —preguntó el médico.
—Me despiertan exactamente a los quince minutos. Ni más ni menos.
Asintió y me señaló a la mesa que tenía a su derecha. Me recosté y extendí el brazo.
—Migue —se dirigió el doctor al anestesista— métele.
—¡Deneb! ¡Despierta, Deneb!
La alarma martillaba mis oídos.
“¡Atención Víctor Labrada! ¡Atención Deneb! La desconexión automática ha fallado. Repito la desconexión automática ha fallado”, seguía resonando el mensaje de mi IA.
—Sí, ya estoy aquí —subí la voz tratando de sobrepasar el estruendo.
Abrí con dificultad, los cansados párpados, que se negaban a obedecer. El cuerpo de Deneb no tenía la adrenalina con la que dejé el cuerpo de Víctor, y reclamaba su merecido descanso. Pero, descanso, no le tocaba por ninguna parte.
—¿Café? —pronuncié implorando.
Las luces rojas parpadeaban, pintando el laboratorio en un color deprimente.
—Enseguida.
Elia tan cansada como yo, sin un solo reproche se precipitó para la cocina, mientras me dejaba caer en el puesto de mando del laboratorio. De un vistazo recorrí la información desplegada y con precisos gestos comencé a introducir órdenes a la computadora. Se estableció el silencio y se apagaron las luces. Miré el reloj.
—Diez minutos —me dije.
Esta vez tenía que trabajar en tiempo real. No podía usar el desfase habitual. Estaba precisado de sincronizar ambos mundos, y resolver el problema antes que la delicada mejoría de Elena vuelva a salirse del control. Su cuerpo no aguantaría otra dosis de anestesia. Lo bueno era que esta vez me pude preparar mejor. Horas de simulaciones, me habían entrenado para diferentes escenarios. Probamos todo lo que se nos podía ocurrir. Hasta lo más absurdo, y hoy estaba muy agradecido de tener plan B.
—Café.
Las largas noches sin dormir no han podido restarle a su rostro esa cálida expresión, que tanto me reconfortaba en Elia.
—Gracias.
Se sentó a mi lado sin distraer, lista para enrolarse en cualquier tarea que pudiera ser necesaria. Cuando, por el contrario, debería ser atendida por mí, monitoreando su recuperación después de la sesión. Estaba inmensamente aliviado de haberla escuchado y acceder a su idea de desconexión escalonada: Elia primero, manteniendo a Elena conectada a la maquina, después mi salto, y después la máquina debía haber desconectado a mi esposa sin mi intervención directa. En vez de mi idea original de desconectar a las dos al mismo tiempo y después efectuar el salto, confiando en que los médicos en Cuba se encargarían de cualquier situación con mi esposa hasta que yo pudiera llegar. Desafortunadamente por alguna razón que todavía tendría que investigar, la última fase no se llegó a realizar. A pesar de eso era mucho más fácil manejar las complicaciones de un mundo a la vez. No me imagino que me hubiera hecho si tuviera la misma emergencia de los dos lados al mismo tiempo.
“Mi valiente Doctora”. Pensé, mirando su reflejo en una de las pantallas. Mi pecho se desbordaba de agradecimiento.
El café no era como el de Cuba. A pesar de la escasez, Elena siempre lograba conseguir el mejor que se producía en la Isla. Me tenía malcriado, a punto que me vi obligado a enseñarle a Elia cómo preparar uno similar. Habíamos comprado docenas de marcas diferentes hasta encontrar uno que me convenciera. Unos cambios de configuración a mi cafetera y ¡Voilá!
El delicioso aroma llenaba la habitación, mientras, mis dedos seguían manejando el complejo equipamiento con una destreza, que hasta yo mismo quedé sorprendido. La tensión del momento no logró ahogar mis sentidos. Al contrario los agudizó, permitiéndome una concentración y un enfoque que no recordaba haber experimentado antes. Desapareció todo a mi alrededor. Quedé completamente sumergido en la brillante imagen holográfica. Es la interacción más intensa que se podía lograr con un ordenador sin estar físicamente conectado.
Cuando cerré los dos puños indicando fin de la cesión, Elia ya estaba con la jeringa preparada. Miré el reloj. Cincuenta segundos.
Extendí el brazo.
—Con cuidado —me alcanzaron sus dulces palabras.
La luz se apagó.
—Compañero Díaz. Con todo respeto ese sujeto está fuera de sí. Tenemos que llamar a la policía antes que despierte. Mire lo que le hizo a María.
—Sí, lo sé, pero desgraciadamente es el único que hasta ahora ha logrado estabilizar a la paciente. Lo que sea que le haya pasado está directamente relacionado con el hombre. ¿No quiere ver otro cuadro como el de ahorita, verdad?
—Ni loco —replicó una voz grave—. Pero no sabemos si es siquiera médico.
—Es su esposo —se insertó en la conversación una voz femenina—. Aquí está entre los contactos en caso de emergencia.
—¿Esposo? ¿Que habrá hecho ese hombre para interferir con los equipos médicos?
—Brujería.
—¡Brujería o no me lo tratan bien hasta que demos de alta a la señora! No nos conviene que esto salga de estas cuatro paredes. ¿De acuerdo? —sonó la voz del doctor dando a entender claramente que el debate estaba cerrado.
Ninguno se había dado cuenta que yo había vuelto.
—Es hora —escuché otra voz femenina—. El dijo quince minutos.
—Migue, todo tuyo.
Algo frío fue colocado bajo mi nariz. El fuerte olor traspasó mi cerebro, obligándolo a movilizarse de inmediato.
Abrí los ojos y miré el reloj. Aliviado constaté que el desfase con M era menos de un minuto. Enseguida me acerqué a Elena.
—¿Todo bien? —preguntó el doctor Díaz observándome con no fingido interés.
—Sí —respondí sin levantar la cabeza. Volví a mirar el reloj—. Puede despertar cualquier segundo a partir de ahora.
—Todavía tiene bastante anestesia en su sistema —replicó Miguel.
Lo ignoré preparándome para el impacto. Y… Elena respiró hondo y abrió los ojos. Viró la cabeza y mirándome con ternura me dijo:
—¡Víctor! —Y se echó a llorar.
La abracé y no pude contener las lágrimas. Así estuvimos por un momento eterno. Todo se fue desvaneciendo, los sonidos se fueron alejando y solo quedamos nosotros dos en un fuerte abrazo, inmóviles, llenándonos el uno del otro después de haber sufrido tanto en los últimos tiempos.
Capítulo 5
Un paso tras otro mis pies me llevaban hacia adelante, quejándose de tanto trabajo sin ningún aparente propósito. No sé cuánto tiempo habrá transcurrido, cuando la Ceiba de la Fraternidad Americana cautivó mi vista. Era como un guardián de la paz y del orden que solo con su presencia imponía respeto. Alrededor la vida bullía como de costumbre: taxistas anunciando sus viajes, los vendedores ambulantes llevando cestas y carritos llenos de chuchería[ Golosinas.], las animadas colas de pasajeros esperando su autobús, bicitaxis[ Vehículo de tres ruedas impulsado por pedal, similar a una bicicleta, que se utiliza para el transporte de pasajeros. Estos vehículos suelen tener un asiento para el conductor en la parte delantera y un área de pasajeros en la parte trasera.] abriéndose paso, y la alegre muchachera que acababa de salir de las escuelas regresando a sus casas.
Me quedé por unos minutos observando el inmenso coloso, preguntándome: ¿Por qué de todos los lugares que me hubieron podido llevar mis pies al salir del hospital llegué a parar aquí? Pero, claro, aquí fue donde había traído a Elia durante el recorrido virtual aquella fría mañana en la cabaña, disfrutando de un exquisito té y galleticas hechas por ella.
—Elia —suspiré, recordando su exhausto rostro la última vez que la vi. En tan poco tiempo se había convertido en una fiel amiga, compañera de batalla, valiente pionera en el mundo de la ciencia. Con qué sonrisa en los labios enfrentaba cada nuevo reto que se interponía en la extenuante carrera de hacer un puente entre dos mundos. Proeza tecnológica que tenía como el mayor objetivo rescatar a mi esposa. Es increíble cómo la familia, puede hacer que los mayores logros profesionales pasen a un segundo plano y dejen de ser relevantes. Acababa de realizar un experimento sin precedentes en ninguno de los dos mundos. Logro más trascendental quizás, después de la salida del ser humano al espacio. Y, sin embargo, una sola frase de Elena lo tiró todo por el suelo.
Después del eterno abrazo en el hospital, que fue mi mayor galardón, repentinamente Elena se separó y, con una mirada llena de reproche, temor y sufrimiento, me dijo:
“¡Qué has hecho!” Y lo repitió: “¡Qué has hecho Deneb!”
Solo en aquel instante el mensaje que ha estado por todo este tiempo latiendo en algún obscuro rincón de mi consciencia y que yo obstinadamente no quería escuchar, finalmente se abrió paso y con toda su fuerza estremeció mi mente: “Abrirle a Elena la verdad no va a resolver el problema”.
Mientras atónito estaba procesando esa cruda realidad, el doctor y su equipo no perdieron tiempo y una pesada mano se recostó sobre mi hombro.
“Acompáñeme, compañero” escuché la potente voz. A mi lado estaban paradas dos botas negras bien lustradas seguidas por un pantalón azul obscuro. Al levantar la vista pude ver uno de los mejores ejemplares que ha visto nacer la tierra caliente del oriente del país. Con su ancha figura tapaba la luz de la ventana, y su estatura hacía hasta al más alto estirar el cuello para poder verle la cara. Aún sin la pistola, que le colgaba de un costado, era suficiente para imponer respeto. Me subordiné mecánicamente dejándome dirigir hacia la puerta.
“El doctor me pidió que lo sacara por la otra salida” me dijo llevándome por un estrecho pasillo que no había visto antes. “Que tenga un buen día” fue lo último que escuché del grandulón uniformado, todavía aturdido y a la vez sorprendido de no sufrir mayores consecuencias.
Y ahora, contemplando la inmutabilidad de la ceiba, pensaba en cuántas historias humanas le ha tocado observar durante los largos años de su existencia. Cuántas pasiones, victorias y fracasos han llegado a ocurrir bajo su guardia sin relevo ni descanso.
Y he aquí una más. Un alma más sumida en el impetuoso torbellino de la vida, donde la línea entre lo negro y lo blanco, lo bueno y lo malo, lo justo e injusto se hace tan difícil, y a veces imposible de trazar. “Qué has hecho, Deneb”, escuché otra vez las palabras de Elena en mi mente. ¿Qué he hecho? Nada. Tratar de seguir un sueño. Sueño de mi padre, sueño ahora mío. Con muy buenas intenciones, de dar a la excesivamente agitada sociedad, donde la mayoría no tienen tiempo ni para comer en paz, unas horas extra para así poder disfrutar de esas pequeñas cosas importantes que llegan a ser barridas por el afán y la ansiedad.
¿Qué obtuve como resultado?: un puente entre dos mundos paralelos, que me convierte en pionero no solo en fusión de dos mentes distintas, sino de dos mundos distintos.
“Y un grave problema familiar” escuché una voz en mi cabeza.
—Sí —suspiré. “A un gustazo un trancazo”, solía decir mi abuela. Lo que en este caso el dolor del trancazo ha superado con creces la gloria del gustazo.
—¿Y bien? —preguntó Elia en cuanto abrí los ojos.
—¡Lo logramos! —traté de dibujar una sonrisa de victoria. Pero quién va a engañar el sexto sentido de una mujer.
—No te preocupes —me dijo—. Dale tiempo. No es algo fácil de entender, y menos de aceptar. Y no menosprecies la gran hazaña científica que has logrado hoy. Acabo de terminar de hacer varias copias de todos los datos. ¡Es impresionante!
La miré con gratitud y solo ahora me di cuenta que estaba completamente vestida con ropa de calle. Su enorme mochila de senderismo estaba lista, recostada al marco de la puerta. Interceptando mi mirada respiró profundo y dijo:
—Ahora necesitas concentrarte en recuperar a tu familia. Te pediría que te tomes unas vacaciones de tu trabajo como científico y pongas al día tu vida en Cuba. Ellos te necesitan.
Sonó la alarma en su teléfono anunciando la llegada de su taxi.
—Bueno, fue un placer ser pionera en el descubrimiento y el primer viaje de una mujer entre los dos mundos. Gracias por confiarme esa oportunidad.
—Gracias por todo —respondí—. Gracias por ayudarme a rescatar a mi familia.
—Suerte. —Me dio un beso en la mejilla y se marchó.
Me quedé un rato en total silencio, contemplando el laboratorio. Observando cada equipo, como si lo hubiera visto por primera vez. Cuántos recursos, cuánto sacrificio, cuántas noches de desvelo se habían invertido aquí. De repente sentí todo el cansancio de esos años bajando sobre mis hombros. No era así como imaginaba este momento. Durante tanto tiempo saboreaba esa vívida imagen en mi mente del día de la victoria. Del día del gran descubrimiento. Del día de la gloria. Debería estar tomando champaña, mientras preparaba la publicación de los resultados de mis trabajos para el polo científico, vestido con mi mejor traje, que no me he puesto esperando por esta ocasión, con la música a todo volumen y radiante juego de luces. ¡Debía ser el momento más importante de mi carrera! Y he aquí la realidad. Toda esa proeza científica se ha convertido meramente en una imperfecta y peligrosa herramienta para intentar salvar algo que sin darme cuenta ha llegado a ser lo más importante, usurpando el primer lugar en mi mente y en mi corazón. Ahora la meta original ha dejado de ser “La meta”, si no solo un escalón más para alcanzar la nueva meta, siendo la última aún más inalcanzable que la primera. Ya no se trataba solamente de mí haciendo fechorías en un laboratorio. ¿Qué me han hecho ustedes? ¿Por qué me importan tanto ahora? Algo me decía que esa pregunta se escapaba del alcance de la ciencia y que la respuesta para ella nunca podrá ser hallada. Suspiré.
Como un anciano bien avanzado en edad me levanté de mi puesto de mando y lentamente, como alguien que no tuviera a donde ir, me dirigí fuera del laboratorio.
—¡Víctor! ¡Víctor! —La puerta de entrada se estremecía bajo los brutos puños de mi vecino Lino—. ¡Compadre abre la puerta! Te tengo un recado de tu mujer. Me acabaron de llamar del hospital…
Antes que todo el barrio se enterara lo que me tenía que decir mi esposa, en dos saltos me puse en la entrada y de un golpe abrí la puerta. Lino, al perder el apoyo con un agudo ”¡Ooyeee!” entró a mi casa dibujando caóticas figuras con las manos, tratando desesperadamente de recuperar el equilibrio.
—¡Muchacho! —exclamó recobrando la compostura.
—¡Hola Lino, ¿cómo estás?! —dije con una sonrisa en los labios cerrando tras él la puerta. “Misión cumplida”, pensé. “Mensaje privado salvado de las redes solares”. Al menos por ahora— pasa, siéntate.
—¿Oye chico, en qué tú estabas? Llevo una hora tumbándote la puerta. —Me miró más detenidamente—. No me digas que estuviste durmiendo. ¿Tú sabes qué hora es? ¡Las once de la mañana! —respondió su propia pregunta dándole un énfasis a cada palabra, dejando entender lo grave que era mi transgresión—. Ya es hora que se te acabe el relajito ese que tu tienes formado y vuelvas a la pincha[ Forma coloquial de referirse al empleo.]. Desde que te diste en la cabeza estás que no te conozco…
—Tienes razón —le respondí con las palabras mágicas que hace a cualquier cubano acortar su discurso por lo menos en dos tercios del volumen original—. El Lunes comienzo.
—¡Ya era hora, compadre, ya era hora! Me alegro. ¿Entonces ya estás entero, no? Listo para la batalla.
Sus puños se elevaron en posición de guardia alta.
—Gracias a Dios. —Se me fue una frase que desde el accidente no recordaba pronunciar. Una lucha interna volvió a emerger al desempolvar un conflicto entre el yo científico y el yo albañil al que durante todo el torbellino del experimento no había vuelto a prestar atención.
—Oye mi hermano, no te pongas bravo, lo que dije es por tu bien —interrumpió mis reflexiones Lino, claramente preocupado por la expresión que tenía en ese momento. La discusión teológica una vez más tuvo que ser puesta en pausa.
—No, chico, no —me relajé dándole palmaditas en el hombro—. Todo bien. Dime, ¿cómo está mi esposa?
—Oh, sí, claro —comenzó, enderezándose en el sofá—. A eso venía. Me llamaron del hospital, que Elena viene para acá después que le den de alta. Que tengas todo cuki[ Bonito, organizado.], y que no te vayas a mover.
—¿Para acá? —exclamé—. ¿Te dijeron sobre qué hora?
—No, así que ponte pa’ eso que la casa tuya parece una papelera de reciclaje.
Miré a mi alrededor y me rasqué la cabeza. Por todas partes estaban las hojas con los complejos cálculos y esquemas.
—Bueno, cualquier cosa, ya tú sabes —se despedía mi vecino camino hacia la puerta.
—Sí, mi herma, gracias. Saludos a Yulisleidis.
—Serán dados.
Al calcular el volumen de trabajo requerido contra el tiempo estimado disponible, teniendo en cuenta la capacidad de la unidad de procesamiento, que era yo, no tuve alternativa a comenzar de inmediato. Aún sin desayunar y sin cambiarme de ropa las probabilidades de terminar a tiempo tendían a cero. A pesar de que la lógica se oponía, el corazón latía más fuerte incitando mis miembros a moverse más rápido.
Efectivamente, el toque en la puerta me sorprendió con la penúltima columna de papel atorada entre mis manos y barbilla camino al escaparate. Con el “Ya vaaa” más alto que mis pulmones podían proporcionar, metí el bulto y alto seguido cerré la puerta con llave previniendo que se volviera a salir.
Camino al recibidor agarré la última torre girando en todas las direcciones en busca del más mínimo espacio que todavía no estuviera ocupado. Al no encontrar ningún otro lugar la separé en porciones más pequeñas y la metí debajo del sofá.
Le dí un último vistazo a la habitación y abrí la puerta.
—Buenas tardes, Labrada. —Mi suegra me miró de arriba abajo, con una expresión de sincera preocupación, valorando si era un error acceder al deseo de su hija de pasar los primeros días de recuperación a solas conmigo.
—Buenas tardes —respondí.
Aparentemente, la breve inspección visual de la casa le hizo relajarse, porque al virarse con un tono más amigable le dijo a sus hijos.
—Pasen muchachos. Recuéstenla por ahora aquí en la sala. No se apuren.
Mis dos cuñados con mucho cuidado entraron a mi esposa, como si no pesara nada y delicadamente la acomodaron en el sofá.
—Pónganle una almohada debajo de las rodillas también — prosiguió mi querida suegra cual general de ejército dirigiendo a sus tropas—. Sus cosas déjenlas en el cuarto. Mi amor, por favor pon la jaba[ Bolsa desechable de plástico.] con la comida en la cocina —le dijo a mi suegro—. Saca el pollo y ponlo en el congelador. El cartón de huevos déjalo en la parte de abajo. Víctor, aquí está la hoja con el tratamiento, no se te vaya a perder. Las pastillas que le mandaron las puse en el bolsillo del costado de la mochila rosada. Que no se te olvide, son cada ocho horas. Recuerda que no se pueden mojar las heridas durante el baño. El doctor dijo que no debe comer nada graso por un tiempo. Para hoy tienes la sopa que hice. Si mañana se siente mejor, le das un purecito de papa. Todavía que no coma arroz. ¿Oíste mijo? Bueno mi corazón. —Se viró hacia Elena al final—. ¿Tú estás segura de esto, mija?
Por la cara de mi esposa, se veía que por lo menos veinte veces más había tenido que dar la respuesta a la misma pregunta en el día de hoy.
—Sí, mamá, no te preocupes. Voy a estar bien.
—Cuídate mucho mi niña linda. Te dejamos el celular de tu hermano por unos días. Llama enseguida si necesitas algo, oíste mi chiquitica. Un beso. Nos vamos.
—Qué vayan bien. Con cuidado. Gracias por todo —despedí al familión y cerré la puerta.
—¿Tienes hambre?
—No mucho.
—Deberías comer aunque sea un poco.
La sopa de mi suegra, de haber competido, se llevaría varios premios a la excelencia. Si algo no se le puede quitar, es el don de cocinar que tiene.
—¿Cafecito? —pregunté al vaciar el segundo plato.
—Toma tú, yo hoy paso.
—¿Cómo te sientes, necesitas algo más? —pregunté arrimando la silla más cerca del sofá.
—A ti —dijo casi susurrando y me tomó de la mano—. Gracias por venir al hospital. Pensé que te habías olvidado.
—¿Cómo podría?
—Pero te fuiste sin despedirte. Mi familia me comentó que el doctor te había llamado antes, y que casi una hora más tarde es que dejaron pasar a mi mamá. Mi viejita estaba desesperada cuando entró. Y al ver que te habías ido sin decirles nada se puso… —Hizo un gesto y una expresión representando a su madre molesta—. Pero, bueno, tú sabes que se le pasa rápido. Ella te quiere a su forma.
—Sí —respondí meneando la cabeza—. Ya lo dijiste muy a su forma.
Un tiempo transcurrió en silencio. Había planeado tantas cosas que decirle en la primera oportunidad que pudiera quedarme a solas con ella. La parte del científico estaba hirviendo, amenazando a desbordarse en un largo discurso; y contarle sobre la gran proeza que acababa de realizar. Inundarla con los infinitos detalles de los preparativos durante las interminables noches sin dormir. De cómo logró convencer a Elia a participar en el experimento y lo valiente que fue ella al aceptar. De la falla al desconectarle y cómo su sistema inteligente le mandó un mensaje al monitor para avisarle. Cómo la salvó en el hospital enfrentándose a los profesionales de la salud, y cómo fue escoltado por la policía, que milagrosamente lo dejo ir sin más.
Pero en este instante todo eso se quedó en un segundo plano. Una vez más había recuperado a mi esposa, y ya los golpes de la vida me habían enseñado a valorar esos momentos mágicos aquí y ahora.
Mis dedos se adentraron en su cabellera, deslizándose sin apuro, suave, como solían hacer antes de la crisis.
Elena me miraba directamente a los ojos, como si tratara de entender quién se escondía detrás de esas pupilas mías.
Oscurecía. Se escuchaban los dulces sonidos de La Calabacita[ Musical animado de la TV cubana que cierra la programación para niños invitándoles a dormir.], seguido del intro del noticiero de la televisión cubana.
De repente por la ventana entró una fuerte brisa, como las que vienen anunciando una tormenta. Después de jugar un poco con las cortinas y las aspas del ventilador de techo, tan traviesa e inoportuna le dio la vuelta a la habitación y terminó metiéndose debajo del sofá haciendo estallar en un torbellino blanco las columnas de hojas que tan apresuradamente había escondido.
—¿Y esto qué cosa es? —pregunto Elena muerta de la risa —. ¿Víctor?
Su expresión fue cambiando cuando al tomar una de las hojas comenzó a leer en voz alta:
—Viaje de Elena. Riesgos asociados durante el experimento:
1) Pérdida de control sobre el auto-reconocimiento de la participante uno. Efecto: fusión permanente de las participantes.
Se saltó unas líneas y continuó leyendo más abajo.
—Riesgos asociados al finalizar el experimento:
1)Falla temporal durante la desconexión. Efecto: shock neurogénico.
2) Falla permanente durante la desconexión. Efecto: …
Con la vista recorrió el resto del escrito.
De todos los cientos de hojas que habían quedado de los preparativos, por qué tenía que ser esa, la que cayera en sus manos. ¡¿Por qué?!
Pálida y con manos temblorosas Elena, sin quitarme la vista de encima, apresuradamente comenzó a buscar algo al tacto.
“El teléfono” pasó por mi mente. No,no,no,no,no. No la puedo dejar ir así. No ahora. En un movimiento relámpago agarré el aparato y me lo puse en el bolsillo.
—¡Víctor! ¡Dame el teléfono! ¡ Víctor voy a gritar! ¡Auxilio!
—Para. Está bien. Para. Aquí está. —Le alcancé el celular—. No tienes que llamar. Yo mismo te llevo a casa de tus padres. Solo recojo las cosas y nos vamos.
Se echó a llorar.
—Corazón escucha…
—¡No me toques! —Siguió sollozando—. Y yo, boba, pensé que Dios me había dado una señal en el hospital porque quería que volviéramos. —Seguía llorando desconsoladamente—. Los médicos dijeron que no podía ser, que no podía recordar ni soñar nada, pero yo sí lo vi tan claramente que pensé era un milagro. Estaba esperanzada que fuera una visión divina, porque vi una parte de la loca historia que me habías contado… y tú solo pensando en quitarme la memoria, o peor: ¡en matarme! ¡¿Por qué, Víctor?! ¿Qué te he hecho?
—Era la única manera en que podía mostrarte la verdad —respondí serio—. No fue una visión, Elena.
Al parecer mi tono le hizo reaccionar, porque dejó de llorar y levantó la vista.
—¿Qué?
—No fue una visión. Era la única forma de probarte de que todo lo que te conté era cierto.
—No entiendo.
—Has viajado al mundo de Deneb. Has estado del otro lado, Elena. El otro mundo es real.
Me detuve, permitiéndole procesar mis últimas palabras.
Esta vez no me tildó de loco. Cerró los ojos tratando de revivir la experiencia.
—¿Estuve en el mundo paralelo?
—Sí —asentí con la cabeza.
—¿Durante la operación?
—Correcto.
Se rio nerviosamente.
—No puede ser. Yo tenía manos y pies del otro lado. Y según el doctor yo nunca dejé la mesa de operaciones —pronunció con notas de victoria al agarrarme en una contradicción.
—No eran tus pies y manos. Eran de Elia.
—Jaja, sí, claro. ¿Qué más vas a inventar? ¿Para qué comienzas otra vez con toda tu locura? Fíjate que ya hasta sueño con todo eso. Por qué no paramos y hablamos de cosas más serias.
—Tenías las manos vendadas —proseguí ignorando sus comentarios.
—¿Qué? —preguntó desconcertada.
—Necesito que trates de recordar. No podías ver tu piel —dije insistiendo.
—¿Puede ser y qué tiene que ver? —respondió irritándose.
—Respóndeme ¿sí, o no?
—Sí tenía … Vale no podía ver mis dedos. ¿Y tú cómo lo sabes?
—Por que yo estuve ahí. El hombre que te recibió era Deneb. Así luzco cuando estoy del otro lado.
—Y dale otra vez. —Claramente, ella se estaba cansando de la misma historia—. Bien. ¿Quieres jugar? Te lo pondré más difícil. Yo te voy a preguntar, y tú con tus poderes clarividentes me vas a responder.
—De acuerdo.
—Mmm, dime si habían flores en la habitación.
—No, era un laboratorio.
—No —hizo una mueca— esa era muy fácil. Dime qué imagen tenía el cuadro en la pared.
—Es un retrato de mi padre.
—¡Ajá! —exclamó—. No es cierto.
—Sí lo es, pero no podías verlo porque estaba tapado con un paño azul.
Su rostro perdió la expresión alegre que hasta ahora tenía convirtiéndolo todo en un juego.
—¿Cómo lo sabes?
Su frente se arrugó ligeramente en un esfuerzo por comprender lo que estaba sucediendo.
—Ya te dije, yo estuve ahí. Yo mismo lo había tapado. Estábamos neutralizando cualquier superficie reflectante en la que pudieras ver tu rostro. Era necesario para minimizar el riesgo de una fusión permanente.
—No puede ser. —Bajó la vista tratando de recordar más detalles.
—¿Qué marca de laptop tenía el hombre en la mano?
—Ninguna. No usamos ordenadores portátiles, como aquí. Tenemos lentes inteligentes para trabajar sobre la marcha. Pero en el laboratorio tuve un simple bloc de notas. Uno de papel. Y un lápiz.
Sus ojos se llenaban de temor.
—¿Qué dijo el hombre, cuando me vio y qué le respondí? —hizo el último desesperado intento por defenderse de la abrumadora realidad que cada vez más clara amenazaba a arrastrarla hacia un abismo del cual ya más nunca podría salir.
—Me preguntaste: “¿Víctor?”. Y te respondí: “Bienvenida mi amor”.
Hizo un movimiento involuntario como tratando de alejarse de mí, intentando infructuosamente de controlar el temblor de todo su cuerpo.
—Después de eso se disparó la alarma y tuve que inmediatamente desconectar a Elia, para prevenir que les pasara lo que me sucedió a mí. No sé si tuviste alguna experiencia posteriormente, pero lo próximo que deberías recordar es tu despertar en el Calixto en la Habana —concluí.
Me miraba, como un gatico asustado escondido debajo de la cómoda.
—Entonces es cierto… —susurró después de una larga pausa.
Asentí con la cabeza.
—Pero si antes que me despertara ya tú estabas en el hospital…
—Así es. Había acabado de cruzar. Como te había dicho antes. Cuando me duermo en un lugar automáticamente me despierto en otro. Por eso no podía estar desde el principio. Solo cuando las desconecté fue que pude moverme —respondí.
La parte del contratiempo decidí no contarle. No estaba preparada.
Otra larga pausa.
—¿Y tú, me hiciste pasar por ese experimento, sin siquiera preguntarme? ¿Consciente, como escribiste en ese papel, de que podía hasta morir? ¡¿Con qué derecho, Víctor?! —se acaloraba con cada palabra—. ¿Y los niños? ¿Habías pensado en ellos? ¿Qué iba a ser de ellos si me pasaba algo? ¿Eh?
No tenía nada que responder. Me hice la misma pregunta miles de veces antes de hacerlo. Me preparé lo mejor que pude para garantizar el éxito. Ensayamos hasta la saciedad, pero aún así los riesgos estaban allí.
—Déjame a solas, por favor —me pidió Elena calmándose un poco.
Capítulo 6
Un paso tras otro mis pies me llevaban hacia adelante, quejándose de tanto trabajo sin ningún aparente propósito. No sé cuánto tiempo habrá transcurrido, cuando la Ceiba de la Fraternidad Americana cautivó mi vista. Era como un guardián de la paz y del orden que solo con su presencia imponía respeto. Alrededor la vida bullía como de costumbre: taxistas anunciando sus viajes, los vendedores ambulantes llevando cestas y carritos llenos de chuchería[ Golosinas.], las animadas colas de pasajeros esperando su autobús, bicitaxis[ Vehículo de tres ruedas impulsado por pedal, similar a una bicicleta, que se utiliza para el transporte de pasajeros. Estos vehículos suelen tener un asiento para el conductor en la parte delantera y un área de pasajeros en la parte trasera.] abriéndose paso, y la alegre muchachera que acababa de salir de las escuelas regresando a sus casas.
Me quedé por unos minutos observando el inmenso coloso, preguntándome: ¿Por qué de todos los lugares que me hubieron podido llevar mis pies al salir del hospital llegué a parar aquí? Pero, claro, aquí fue donde había traído a Elia durante el recorrido virtual aquella fría mañana en la cabaña, disfrutando de un exquisito té y galleticas hechas por ella.
—Elia —suspiré, recordando su exhausto rostro la última vez que la vi. En tan poco tiempo se había convertido en una fiel amiga, compañera de batalla, valiente pionera en el mundo de la ciencia. Con qué sonrisa en los labios enfrentaba cada nuevo reto que se interponía en la extenuante carrera de hacer un puente entre dos mundos. Proeza tecnológica que tenía como el mayor objetivo rescatar a mi esposa. Es increíble cómo la familia, puede hacer que los mayores logros profesionales pasen a un segundo plano y dejen de ser relevantes. Acababa de realizar un experimento sin precedentes en ninguno de los dos mundos. Logro más trascendental quizás, después de la salida del ser humano al espacio. Y, sin embargo, una sola frase de Elena lo tiró todo por el suelo.
Después del eterno abrazo en el hospital, que fue mi mayor galardón, repentinamente Elena se separó y, con una mirada llena de reproche, temor y sufrimiento, me dijo:
“¡Qué has hecho!” Y lo repitió: “¡Qué has hecho Deneb!”
Solo en aquel instante el mensaje que ha estado por todo este tiempo latiendo en algún obscuro rincón de mi consciencia y que yo obstinadamente no quería escuchar, finalmente se abrió paso y con toda su fuerza estremeció mi mente: “Abrirle a Elena la verdad no va a resolver el problema”.
Mientras atónito estaba procesando esa cruda realidad, el doctor y su equipo no perdieron tiempo y una pesada mano se recostó sobre mi hombro.
“Acompáñeme, compañero” escuché la potente voz. A mi lado estaban paradas dos botas negras bien lustradas seguidas por un pantalón azul obscuro. Al levantar la vista pude ver uno de los mejores ejemplares que ha visto nacer la tierra caliente del oriente del país. Con su ancha figura tapaba la luz de la ventana, y su estatura hacía hasta al más alto estirar el cuello para poder verle la cara. Aún sin la pistola, que le colgaba de un costado, era suficiente para imponer respeto. Me subordiné mecánicamente dejándome dirigir hacia la puerta.
“El doctor me pidió que lo sacara por la otra salida” me dijo llevándome por un estrecho pasillo que no había visto antes. “Que tenga un buen día” fue lo último que escuché del grandulón uniformado, todavía aturdido y a la vez sorprendido de no sufrir mayores consecuencias.
Y ahora, contemplando la inmutabilidad de la ceiba, pensaba en cuántas historias humanas le ha tocado observar durante los largos años de su existencia. Cuántas pasiones, victorias y fracasos han llegado a ocurrir bajo su guardia sin relevo ni descanso.
Y he aquí una más. Un alma más sumida en el impetuoso torbellino de la vida, donde la línea entre lo negro y lo blanco, lo bueno y lo malo, lo justo e injusto se hace tan difícil, y a veces imposible de trazar. “Qué has hecho, Deneb”, escuché otra vez las palabras de Elena en mi mente. ¿Qué he hecho? Nada. Tratar de seguir un sueño. Sueño de mi padre, sueño ahora mío. Con muy buenas intenciones, de dar a la excesivamente agitada sociedad, donde la mayoría no tienen tiempo ni para comer en paz, unas horas extra para así poder disfrutar de esas pequeñas cosas importantes que llegan a ser barridas por el afán y la ansiedad.
¿Qué obtuve como resultado?: un puente entre dos mundos paralelos, que me convierte en pionero no solo en fusión de dos mentes distintas, sino de dos mundos distintos.
“Y un grave problema familiar” escuché una voz en mi cabeza.
—Sí —suspiré. “A un gustazo un trancazo”, solía decir mi abuela. Lo que en este caso el dolor del trancazo ha superado con creces la gloria del gustazo.
—¿Y bien? —preguntó Elia en cuanto abrí los ojos.
—¡Lo logramos! —traté de dibujar una sonrisa de victoria. Pero quién va a engañar el sexto sentido de una mujer.
—No te preocupes —me dijo—. Dale tiempo. No es algo fácil de entender, y menos de aceptar. Y no menosprecies la gran hazaña científica que has logrado hoy. Acabo de terminar de hacer varias copias de todos los datos. ¡Es impresionante!
La miré con gratitud y solo ahora me di cuenta que estaba completamente vestida con ropa de calle. Su enorme mochila de senderismo estaba lista, recostada al marco de la puerta. Interceptando mi mirada respiró profundo y dijo:
—Ahora necesitas concentrarte en recuperar a tu familia. Te pediría que te tomes unas vacaciones de tu trabajo como científico y pongas al día tu vida en Cuba. Ellos te necesitan.
Sonó la alarma en su teléfono anunciando la llegada de su taxi.
—Bueno, fue un placer ser pionera en el descubrimiento y el primer viaje de una mujer entre los dos mundos. Gracias por confiarme esa oportunidad.
—Gracias por todo —respondí—. Gracias por ayudarme a rescatar a mi familia.
—Suerte. —Me dio un beso en la mejilla y se marchó.
Me quedé un rato en total silencio, contemplando el laboratorio. Observando cada equipo, como si lo hubiera visto por primera vez. Cuántos recursos, cuánto sacrificio, cuántas noches de desvelo se habían invertido aquí. De repente sentí todo el cansancio de esos años bajando sobre mis hombros. No era así como imaginaba este momento. Durante tanto tiempo saboreaba esa vívida imagen en mi mente del día de la victoria. Del día del gran descubrimiento. Del día de la gloria. Debería estar tomando champaña, mientras preparaba la publicación de los resultados de mis trabajos para el polo científico, vestido con mi mejor traje, que no me he puesto esperando por esta ocasión, con la música a todo volumen y radiante juego de luces. ¡Debía ser el momento más importante de mi carrera! Y he aquí la realidad. Toda esa proeza científica se ha convertido meramente en una imperfecta y peligrosa herramienta para intentar salvar algo que sin darme cuenta ha llegado a ser lo más importante, usurpando el primer lugar en mi mente y en mi corazón. Ahora la meta original ha dejado de ser “La meta”, si no solo un escalón más para alcanzar la nueva meta, siendo la última aún más inalcanzable que la primera. Ya no se trataba solamente de mí haciendo fechorías en un laboratorio. ¿Qué me han hecho ustedes? ¿Por qué me importan tanto ahora? Algo me decía que esa pregunta se escapaba del alcance de la ciencia y que la respuesta para ella nunca podrá ser hallada. Suspiré.
Como un anciano bien avanzado en edad me levanté de mi puesto de mando y lentamente, como alguien que no tuviera a donde ir, me dirigí fuera del laboratorio.
—¡Víctor! ¡Víctor! —La puerta de entrada se estremecía bajo los brutos puños de mi vecino Lino—. ¡Compadre abre la puerta! Te tengo un recado de tu mujer. Me acabaron de llamar del hospital…
Antes que todo el barrio se enterara lo que me tenía que decir mi esposa, en dos saltos me puse en la entrada y de un golpe abrí la puerta. Lino, al perder el apoyo con un agudo ”¡Ooyeee!” entró a mi casa dibujando caóticas figuras con las manos, tratando desesperadamente de recuperar el equilibrio.
—¡Muchacho! —exclamó recobrando la compostura.
—¡Hola Lino, ¿cómo estás?! —dije con una sonrisa en los labios cerrando tras él la puerta. “Misión cumplida”, pensé. “Mensaje privado salvado de las redes solares”. Al menos por ahora— pasa, siéntate.
—¿Oye chico, en qué tú estabas? Llevo una hora tumbándote la puerta. —Me miró más detenidamente—. No me digas que estuviste durmiendo. ¿Tú sabes qué hora es? ¡Las once de la mañana! —respondió su propia pregunta dándole un énfasis a cada palabra, dejando entender lo grave que era mi transgresión—. Ya es hora que se te acabe el relajito ese que tu tienes formado y vuelvas a la pincha[ Forma coloquial de referirse al empleo.]. Desde que te diste en la cabeza estás que no te conozco…
—Tienes razón —le respondí con las palabras mágicas que hace a cualquier cubano acortar su discurso por lo menos en dos tercios del volumen original—. El Lunes comienzo.
—¡Ya era hora, compadre, ya era hora! Me alegro. ¿Entonces ya estás entero, no? Listo para la batalla.
Sus puños se elevaron en posición de guardia alta.
—Gracias a Dios. —Se me fue una frase que desde el accidente no recordaba pronunciar. Una lucha interna volvió a emerger al desempolvar un conflicto entre el yo científico y el yo albañil al que durante todo el torbellino del experimento no había vuelto a prestar atención.
—Oye mi hermano, no te pongas bravo, lo que dije es por tu bien —interrumpió mis reflexiones Lino, claramente preocupado por la expresión que tenía en ese momento. La discusión teológica una vez más tuvo que ser puesta en pausa.
—No, chico, no —me relajé dándole palmaditas en el hombro—. Todo bien. Dime, ¿cómo está mi esposa?
—Oh, sí, claro —comenzó, enderezándose en el sofá—. A eso venía. Me llamaron del hospital, que Elena viene para acá después que le den de alta. Que tengas todo cuki[ Bonito, organizado.], y que no te vayas a mover.
—¿Para acá? —exclamé—. ¿Te dijeron sobre qué hora?
—No, así que ponte pa’ eso que la casa tuya parece una papelera de reciclaje.
Miré a mi alrededor y me rasqué la cabeza. Por todas partes estaban las hojas con los complejos cálculos y esquemas.
—Bueno, cualquier cosa, ya tú sabes —se despedía mi vecino camino hacia la puerta.
—Sí, mi herma, gracias. Saludos a Yulisleidis.
—Serán dados.
Al calcular el volumen de trabajo requerido contra el tiempo estimado disponible, teniendo en cuenta la capacidad de la unidad de procesamiento, que era yo, no tuve alternativa a comenzar de inmediato. Aún sin desayunar y sin cambiarme de ropa las probabilidades de terminar a tiempo tendían a cero. A pesar de que la lógica se oponía, el corazón latía más fuerte incitando mis miembros a moverse más rápido.
Efectivamente, el toque en la puerta me sorprendió con la penúltima columna de papel atorada entre mis manos y barbilla camino al escaparate. Con el “Ya vaaa” más alto que mis pulmones podían proporcionar, metí el bulto y alto seguido cerré la puerta con llave previniendo que se volviera a salir.
Camino al recibidor agarré la última torre girando en todas las direcciones en busca del más mínimo espacio que todavía no estuviera ocupado. Al no encontrar ningún otro lugar la separé en porciones más pequeñas y la metí debajo del sofá.
Le dí un último vistazo a la habitación y abrí la puerta.
—Buenas tardes, Labrada. —Mi suegra me miró de arriba abajo, con una expresión de sincera preocupación, valorando si era un error acceder al deseo de su hija de pasar los primeros días de recuperación a solas conmigo.
—Buenas tardes —respondí.
Aparentemente, la breve inspección visual de la casa le hizo relajarse, porque al virarse con un tono más amigable le dijo a sus hijos.
—Pasen muchachos. Recuéstenla por ahora aquí en la sala. No se apuren.
Mis dos cuñados con mucho cuidado entraron a mi esposa, como si no pesara nada y delicadamente la acomodaron en el sofá.
—Pónganle una almohada debajo de las rodillas también — prosiguió mi querida suegra cual general de ejército dirigiendo a sus tropas—. Sus cosas déjenlas en el cuarto. Mi amor, por favor pon la jaba[ Bolsa desechable de plástico.] con la comida en la cocina —le dijo a mi suegro—. Saca el pollo y ponlo en el congelador. El cartón de huevos déjalo en la parte de abajo. Víctor, aquí está la hoja con el tratamiento, no se te vaya a perder. Las pastillas que le mandaron las puse en el bolsillo del costado de la mochila rosada. Que no se te olvide, son cada ocho horas. Recuerda que no se pueden mojar las heridas durante el baño. El doctor dijo que no debe comer nada graso por un tiempo. Para hoy tienes la sopa que hice. Si mañana se siente mejor, le das un purecito de papa. Todavía que no coma arroz. ¿Oíste mijo? Bueno mi corazón. —Se viró hacia Elena al final—. ¿Tú estás segura de esto, mija?
Por la cara de mi esposa, se veía que por lo menos veinte veces más había tenido que dar la respuesta a la misma pregunta en el día de hoy.
—Sí, mamá, no te preocupes. Voy a estar bien.
—Cuídate mucho mi niña linda. Te dejamos el celular de tu hermano por unos días. Llama enseguida si necesitas algo, oíste mi chiquitica. Un beso. Nos vamos.
—Qué vayan bien. Con cuidado. Gracias por todo —despedí al familión y cerré la puerta.
—¿Tienes hambre?
—No mucho.
—Deberías comer aunque sea un poco.
La sopa de mi suegra, de haber competido, se llevaría varios premios a la excelencia. Si algo no se le puede quitar, es el don de cocinar que tiene.
—¿Cafecito? —pregunté al vaciar el segundo plato.
—Toma tú, yo hoy paso.
—¿Cómo te sientes, necesitas algo más? —pregunté arrimando la silla más cerca del sofá.
—A ti —dijo casi susurrando y me tomó de la mano—. Gracias por venir al hospital. Pensé que te habías olvidado.
—¿Cómo podría?
—Pero te fuiste sin despedirte. Mi familia me comentó que el doctor te había llamado antes, y que casi una hora más tarde es que dejaron pasar a mi mamá. Mi viejita estaba desesperada cuando entró. Y al ver que te habías ido sin decirles nada se puso… —Hizo un gesto y una expresión representando a su madre molesta—. Pero, bueno, tú sabes que se le pasa rápido. Ella te quiere a su forma.
—Sí —respondí meneando la cabeza—. Ya lo dijiste muy a su forma.
Un tiempo transcurrió en silencio. Había planeado tantas cosas que decirle en la primera oportunidad que pudiera quedarme a solas con ella. La parte del científico estaba hirviendo, amenazando a desbordarse en un largo discurso; y contarle sobre la gran proeza que acababa de realizar. Inundarla con los infinitos detalles de los preparativos durante las interminables noches sin dormir. De cómo logró convencer a Elia a participar en el experimento y lo valiente que fue ella al aceptar. De la falla al desconectarle y cómo su sistema inteligente le mandó un mensaje al monitor para avisarle. Cómo la salvó en el hospital enfrentándose a los profesionales de la salud, y cómo fue escoltado por la policía, que milagrosamente lo dejo ir sin más.
Pero en este instante todo eso se quedó en un segundo plano. Una vez más había recuperado a mi esposa, y ya los golpes de la vida me habían enseñado a valorar esos momentos mágicos aquí y ahora.
Mis dedos se adentraron en su cabellera, deslizándose sin apuro, suave, como solían hacer antes de la crisis.
Elena me miraba directamente a los ojos, como si tratara de entender quién se escondía detrás de esas pupilas mías.
Oscurecía. Se escuchaban los dulces sonidos de La Calabacita[ Musical animado de la TV cubana que cierra la programación para niños invitándoles a dormir.], seguido del intro del noticiero de la televisión cubana.
De repente por la ventana entró una fuerte brisa, como las que vienen anunciando una tormenta. Después de jugar un poco con las cortinas y las aspas del ventilador de techo, tan traviesa e inoportuna le dio la vuelta a la habitación y terminó metiéndose debajo del sofá haciendo estallar en un torbellino blanco las columnas de hojas que tan apresuradamente había escondido.
—¿Y esto qué cosa es? —pregunto Elena muerta de la risa —. ¿Víctor?
Su expresión fue cambiando cuando al tomar una de las hojas comenzó a leer en voz alta:
—Viaje de Elena. Riesgos asociados durante el experimento:
1) Pérdida de control sobre el auto-reconocimiento de la participante uno. Efecto: fusión permanente de las participantes.
Se saltó unas líneas y continuó leyendo más abajo.
—Riesgos asociados al finalizar el experimento:
1)Falla temporal durante la desconexión. Efecto: shock neurogénico.
2) Falla permanente durante la desconexión. Efecto: …
Con la vista recorrió el resto del escrito.
De todos los cientos de hojas que habían quedado de los preparativos, por qué tenía que ser esa, la que cayera en sus manos. ¡¿Por qué?!
Pálida y con manos temblorosas Elena, sin quitarme la vista de encima, apresuradamente comenzó a buscar algo al tacto.
“El teléfono” pasó por mi mente. No,no,no,no,no. No la puedo dejar ir así. No ahora. En un movimiento relámpago agarré el aparato y me lo puse en el bolsillo.
—¡Víctor! ¡Dame el teléfono! ¡ Víctor voy a gritar! ¡Auxilio!
—Para. Está bien. Para. Aquí está. —Le alcancé el celular—. No tienes que llamar. Yo mismo te llevo a casa de tus padres. Solo recojo las cosas y nos vamos.
Se echó a llorar.
—Corazón escucha…
—¡No me toques! —Siguió sollozando—. Y yo, boba, pensé que Dios me había dado una señal en el hospital porque quería que volviéramos. —Seguía llorando desconsoladamente—. Los médicos dijeron que no podía ser, que no podía recordar ni soñar nada, pero yo sí lo vi tan claramente que pensé era un milagro. Estaba esperanzada que fuera una visión divina, porque vi una parte de la loca historia que me habías contado… y tú solo pensando en quitarme la memoria, o peor: ¡en matarme! ¡¿Por qué, Víctor?! ¿Qué te he hecho?
—Era la única manera en que podía mostrarte la verdad —respondí serio—. No fue una visión, Elena.
Al parecer mi tono le hizo reaccionar, porque dejó de llorar y levantó la vista.
—¿Qué?
—No fue una visión. Era la única forma de probarte de que todo lo que te conté era cierto.
—No entiendo.
—Has viajado al mundo de Deneb. Has estado del otro lado, Elena. El otro mundo es real.
Me detuve, permitiéndole procesar mis últimas palabras.
Esta vez no me tildó de loco. Cerró los ojos tratando de revivir la experiencia.
—¿Estuve en el mundo paralelo?
—Sí —asentí con la cabeza.
—¿Durante la operación?
—Correcto.
Se rio nerviosamente.
—No puede ser. Yo tenía manos y pies del otro lado. Y según el doctor yo nunca dejé la mesa de operaciones —pronunció con notas de victoria al agarrarme en una contradicción.
—No eran tus pies y manos. Eran de Elia.
—Jaja, sí, claro. ¿Qué más vas a inventar? ¿Para qué comienzas otra vez con toda tu locura? Fíjate que ya hasta sueño con todo eso. Por qué no paramos y hablamos de cosas más serias.
—Tenías las manos vendadas —proseguí ignorando sus comentarios.
—¿Qué? —preguntó desconcertada.
—Necesito que trates de recordar. No podías ver tu piel —dije insistiendo.
—¿Puede ser y qué tiene que ver? —respondió irritándose.
—Respóndeme ¿sí, o no?
—Sí tenía … Vale no podía ver mis dedos. ¿Y tú cómo lo sabes?
—Por que yo estuve ahí. El hombre que te recibió era Deneb. Así luzco cuando estoy del otro lado.
—Y dale otra vez. —Claramente, ella se estaba cansando de la misma historia—. Bien. ¿Quieres jugar? Te lo pondré más difícil. Yo te voy a preguntar, y tú con tus poderes clarividentes me vas a responder.
—De acuerdo.
—Mmm, dime si habían flores en la habitación.
—No, era un laboratorio.
—No —hizo una mueca— esa era muy fácil. Dime qué imagen tenía el cuadro en la pared.
—Es un retrato de mi padre.
—¡Ajá! —exclamó—. No es cierto.
—Sí lo es, pero no podías verlo porque estaba tapado con un paño azul.
Su rostro perdió la expresión alegre que hasta ahora tenía convirtiéndolo todo en un juego.
—¿Cómo lo sabes?
Su frente se arrugó ligeramente en un esfuerzo por comprender lo que estaba sucediendo.
—Ya te dije, yo estuve ahí. Yo mismo lo había tapado. Estábamos neutralizando cualquier superficie reflectante en la que pudieras ver tu rostro. Era necesario para minimizar el riesgo de una fusión permanente.
—No puede ser. —Bajó la vista tratando de recordar más detalles.
—¿Qué marca de laptop tenía el hombre en la mano?
—Ninguna. No usamos ordenadores portátiles, como aquí. Tenemos lentes inteligentes para trabajar sobre la marcha. Pero en el laboratorio tuve un simple bloc de notas. Uno de papel. Y un lápiz.
Sus ojos se llenaban de temor.
—¿Qué dijo el hombre, cuando me vio y qué le respondí? —hizo el último desesperado intento por defenderse de la abrumadora realidad que cada vez más clara amenazaba a arrastrarla hacia un abismo del cual ya más nunca podría salir.
—Me preguntaste: “¿Víctor?”. Y te respondí: “Bienvenida mi amor”.
Hizo un movimiento involuntario como tratando de alejarse de mí, intentando infructuosamente de controlar el temblor de todo su cuerpo.
—Después de eso se disparó la alarma y tuve que inmediatamente desconectar a Elia, para prevenir que les pasara lo que me sucedió a mí. No sé si tuviste alguna experiencia posteriormente, pero lo próximo que deberías recordar es tu despertar en el Calixto en la Habana —concluí.
Me miraba, como un gatico asustado escondido debajo de la cómoda.
—Entonces es cierto… —susurró después de una larga pausa.
Asentí con la cabeza.
—Pero si antes que me despertara ya tú estabas en el hospital…
—Así es. Había acabado de cruzar. Como te había dicho antes. Cuando me duermo en un lugar automáticamente me despierto en otro. Por eso no podía estar desde el principio. Solo cuando las desconecté fue que pude moverme —respondí.
La parte del contratiempo decidí no contarle. No estaba preparada.
Otra larga pausa.
—¿Y tú, me hiciste pasar por ese experimento, sin siquiera preguntarme? ¿Consciente, como escribiste en ese papel, de que podía hasta morir? ¡¿Con qué derecho, Víctor?! —se acaloraba con cada palabra—. ¿Y los niños? ¿Habías pensado en ellos? ¿Qué iba a ser de ellos si me pasaba algo? ¿Eh?
No tenía nada que responder. Me hice la misma pregunta miles de veces antes de hacerlo. Me preparé lo mejor que pude para garantizar el éxito. Ensayamos hasta la saciedad, pero aún así los riesgos estaban allí.
—Déjame a solas, por favor —me pidió Elena calmándose un poco.
Capítulo 7
—¡Eppa! ¡Pero mira quién viene por ahí! —Me salió al encuentro Luisito—. ¡El bacán de La Habana! Ya pensábamos que no ibas a pinchar[ Trabajar.] más. Dicen que ahora te has convertido en todo un intelectual…
Traté de pasarlo de largo sin dejarme provocar.
—Ven acá mijo, dímelo aquí a lo cortico, entre nos —no se me despegaba el malparido—. ¿Cómo lograste que tu mujer se dejara pegar los tarros? ¿Eh, cristianito?
—Ven acá. —Le hice un gesto con el dedo índice para que se acercara más—. Ven —se lo volví a repetir—. ¿Quieres el secreto o no?
Se detuvo sorprendido sin saber cómo reaccionar. Fue suficiente para que tras una maniobra relámpago su delgado cuello quedara firmemente atrapado entre mis callosas manos. Sin saberlo, él había llegado a ser la última gota, la que hizo que se rompiera la gigantesca taza de mi frustración y el tsunami de emociones se abalanzara con todo su ímpetu sobre mi mente ahogando irremediablemente lo poco que me iba quedando de autocontrol y sentido común. La combinación del temperamento de Deneb y la fortaleza física de Víctor en un instante se convirtieron en un arma letal. Los pies de Luisito guindaban impotentemente, mientras sus aterrorizados ojos se salían de sus órbitas y su piel iba perdiendo su color natural.
—¡Víctor! ¡Suéltalo! ¡Víctor! —Sentí a distancia la voz de mi suegro—. ¡Mi madre, lo va a matar! —venía exclamando mientras corría a nuestro encuentro.
“Mía es la venganza. ¡Yo pagaré!”, escuché una voz en mi mente con tanta autoridad que no me atreví a desobedecer. Respiré hondo y lentamente devolví al miserable a tierra firme.
Carraspeó, tragando aire por la boca, aguantándose el cuello con las dos manos y sin decir ni una sola palabra tropezando y casi cayéndose desapareció de mi vista.
Agitado de la carrera mi suegro me tomó de los hombros y todavía recuperando la respiración me dijo:
—¡Mu-cha-cho! Qué sus-to me diste. ¿Qué fue lo que te pasó? —Miró en la dirección en la que se esfumó Luisito—. Mijo, yo sé que el canalla lleva rato buscándose problemas, pero, por Dios, no te compliques tú por ese desgraciado. No vale la pena —continuó mirándome a los ojos—. Yo no sé qué es exactamente lo que te está pasando con Elena, pero esa no es la forma de resolverlo ¿Oíste mijo? Voy a hablar con Rafael para que te manden con otra brigada hoy. Y pedirle a Dios, que a ese no se le suelte la lengua.
—Perdóname. ¿Sí? He estado bajo mucha presión —le dije sudando frío al interiorizar que efectivamente la doble vida que he estado llevando últimamente sumado a todas las complicaciones que había causado me comenzaban a afectar significativamente. Estuve a punto de cometer una barbaridad. Me horroricé al pensar qué hubiera pasado sino me hubieran detenido.
Me fui con otra brigada a la construcción de un edificio multifamiliar. Me dieron la tarea de levantar una pared entre dos columnas de concreto. “Fácil “, pensé y me puse a trabajar. ¿Fácil? ¡Ha! Terminando la primera hilera estaba bañado en sudor de la extrema concentración que me exigía mantener la línea. La influencia de Deneb ha hecho que la destreza que tenía durante años se viera diluida y sentía como si estuviera aprendiendo otra vez.
—Oye, compadre, allá arriba. ¿Qué te pasa? ¡Deja de bañarme en mezcla! —me gritaba el colega que estaba trabajando un nivel más abajo.—¿A quién mandaron hoy para acá? —le preguntaba molesto a su compañero—. ¿Es nuevo o qué?
Con tremenda pena trataba de no asomarme para que no me viera.
—Oye, González —llamó otro albañil al supervisor cuando finalmente logré terminar de poner los bloques—. ¿Cómo se supone que yo voy a repellar esto? —decía indicando a la pared donde unos bloques se salían más que otros.
—¿Qué pasa? —se acercó el supervisor.
—Mire usted mismo.
El supervisor, que me conocía de años, miró la pared, me miró a mí, otra vez la pared.
—Mire, no se queje más y haga su trabajo.
—Pero tendré que cargar dos veces más mezcla para que quede a nivel.
El jefe me volvió a mirar molesto. Bajé la vista.
—Pues eso es lo que tendrá que hacer, usted es un hombrecito para estarse quejando tanto —le ordenó al otro y dándole la espalda me indicó con la mirada que lo siguiera.
—Esta vez te cubrí la espalda por los años de relación que tenemos —me dijo cuando nos alejamos—. Yo entiendo lo del accidente y todo eso, pero lo que hiciste hoy no se puede volver a repetir. Pídele al médico que te mande más fisioterapia, o lo que sea que necesites, pero ponte en forma rápido. Ahora ve al segundo edificio a ayudar a Pancho a descargar el cemento.
Cuando finalmente llegué a la casa, mi suegra, que había venido para ayudar, se estaba yendo. Se detuvo frente a mí, meneo la cabeza y salió.
—¿Qué? —Me viré hacia mi esposa.
—Nada, te ves fatal —me dijo observándome de pies a cabeza—. ¿Cómo te fue?
—Me fue —respondí. No tenía ningún deseo ahora mismo de entrar en detalles.
—¿Qué vamos a hacer, Víctor? Esta situación está afectando todas las áreas de nuestra vida. ¿Tú estás seguro que si Deneb le echa una mirada fresca a su trabajo, no va a encontrar alguna solución?
—Deneb no creo —le seguí su forma de hablar—, pero el amigo del padre de Deneb es posible.
—¡Oh, magnífico! —Se le iluminaron los ojos—. Víctor si necesitan algo, lo que sea, tú me dices. Yo me puedo ir con mamá otra vez para que puedas aprovechar todo el tiempo libre sin distracciones. Tú sólo dime.
La miré fijamente.
—Ok. —Crucé los dedos en la barriga—. Una computadora, una impresora, y el frío lleno de comida —dije medio en broma.
—Hecho —exclamó con determinación—. ¡A trabajar!
Pues, cuando una mujer se propone algo…
A los dos días delante de mí estaban una computadora con dos monitores, una impresora láser y hasta conexión a internet. Quizás en cualquier otra parte del mundo no sería nada extraordinario, pero en Cuba…
No me pregunten cómo, pero lo cierto era que no tenía excusas para no volver al proyecto.
Pasé una semana, revisando cada punto, cada coma del programa, buscando algo de que agarrarme para poder revertir la situación. La mayoría de las partes me las sabía de memoria. Y, aunque pude optimizar y mejorar algunos procedimientos, no logré el resultado que buscaba. El domingo tuve que aceptar la propuesta de Elia de pedirle ayuda al profesor X.
Ella animada, no sólo consiguió el contacto del profesor, sin salir del hospital, sino que logró meterse en su apretada agenda y reservarme una cita.
“Din-don”, sonó el suave timbre y, una agradable dama de unos sesenta años me abrió la puerta.
—Señor Deneb, pase por favor, el profesor lo recibirá enseguida.
Entré a un amplio recibidor decorado en estilo renacentista. Columnas de mármol rosa se alternaban con elaboradas ventanas que llegaban hasta el techo. Los rayitos del sol se reflejaban en las múltiples superficies doradas llenando el espacio de colorido resplandor.
Un par de minutos más tarde la puerta se abrió y apareció el profesor en persona.
—Buenos días joven. Mucho gusto en conocerle.
—El gusto es todo mío, —respondí.
Pásele, pásele —me decía X llevándome a su oficina—. Cuénteme. Me dijo su secretaria que me quería presentar un proyecto.
“Secretaria”, de la sorpresa por poco estallo de la risa.
—Ha corrido con mucha suerte de conseguir un espacio en mi apretada agenda tan rápido, ¿sabe? Hoy en día todos están buscando mi validación —continuaba el profesor sin detenerse, llevándome por un largo pasillo con múltiples puertas—. Realmente no sé en qué tiempo voy a poder revisar esa cantidad de trabajos —me decía gesticulando sin parar.
Finalmente llegamos a una espaciosa habitación decorada con fotos del profesor posando con distintas personalidades académicas. La pared del fondo estaba cubierta por diferentes diplomas, reconocimientos y premios.
Sonó el teléfono ubicado en su enorme mesa.
—¿Diga? Sí, páselo a la línea número dos por favor. Gracias.
Se paró en pose que indicaba que la llamada era de suma importancia y con su dedo indice hizo el gesto de: “Un minuto”, y se sumergió en la conversación. Riéndose y bromeando de forma totalmente forzada y exagerada, la conversación transcurría en lo que pudiera llamar esgrima verbal de alta sociedad. Es una forma de hablar que más que a intercambio de información se dedica a mantener un estatus y darse un valor muchas veces inflado. Y el profe había pulido esas habilidades al nivel de un artista. Los últimos cinco minutos se la pasaron en mutuas adulaciones. Ya pensé que se había olvidado de mí, parado ahí como un mueble más, cuando lo escuché decir:
—Mi estimadísimo colega, usted no se puede imaginar lo alagado que me siento de poder tener tan fructífero intercambio de ideas con su persona en esta hermosa tarde, pero hay asuntos inaplazables que me veo forzado a atender de inmediato —terminó virándose hacia mí— …sí, como no, serán dados. Hasta luego—. Colgó.
—Ay, disculpe —dijo sin ninguna real intención de disculparse— ya ve, es que tengo tantas cosas …. Bueno cuénteme de su proyecto—. Sacó un cigarrillo y se acercó a la ventana.
—Sabe que, en realidad no es... —iba a decir “necesario, muchas gracias” y dejar a este viejo engreído con las ganas. Pero recordé a todos los involucrados que habían puesto su esperanza, esfuerzo y sacrificio para que yo pudiera dar el paso al frente en la búsqueda de una solución y en vez de eso, cambiando de tono terminé la frase:— …mi proyecto.
—¿Oh? ¿Cómo así?
—Es de mi padre.
—¿Hmm, su padre? ¿Es científico? ¿He tenido el gusto de conocerle?
—Era.
—Oh, lo siento mucho. ¿Cuál era su nombre?
—Sygnus. Sygnus Dord —respondí.
Su hasta hace poco prepotente proceder abruptamente se desvaneció. Se mantuvo inmóvil por unos segundos. Se volteó lentamente, despegándose de la ventana y apagando el cigarrillo que tenía en la mano.
—Sygnus —pronunció con sorprendente calidez. Un sentimiento entre dolor y melancolía se reflejaba en su rostro.
Me miró, cómo si lo estuviera haciendo por primera vez.
—¿Y tú —dio varios pasos a mi encuentro— entonces eres su hijo? —pronunció extendiendo las manos—. ¿Deneb Dord?
—Así es, profesor.
—Oh, muchacho, si ya eres todo un hombre —exclamó sujetándome por los hombros—. Yo sentía que tus rasgos me eran familiares, pero no tenía ni la menor idea de dónde. Ven, siéntate.
Me señaló a dos butacones con una mesita por el medio, al final de la habitación. Pareciera un lugar para jugar ajedrez. Me senté, mientras observaba, como sacaba una botella, con fina capa de polvo del minibar y repartía el contenido en dos vasos de fondo grueso.
—Por Sygnus. —Elevó el suyo y lo vació de un golpe. Me sumé.
Se quedó pensativo observando la vasija, cómo si en su fondo de cristal pudiera ver las imágenes de su pasado. No me atreví a interrumpir.
—Sabes —pronunció sin levantar la vista del recipiente—, he llegado a tener todo lo que había querido: fama, reconocimiento, dinero. Mucho más de lo que hubiera podido imaginar. —Hizo una pausa—. Pero hasta el día de hoy no he logrado tener lo que dirigió cada paso de tu padre: su pasión. —Suspiró y prosiguió pensativo—. No me atreví a seguirlo en esa aventura que lo consumía. Y todos estos años, en el fondo de mi corazón, le he envidiado por cómo vivió y murió haciendo lo que más le apasionaba.
Sabía que sus ideas, podrían llegar a ser revolucionarias algún día, pero siempre he pensado que eran un poco adelantadas para su tiempo.
Me miró a los ojos y prosiguió más animado:
—¿Y, entonces, hoy me vienes a hablar de su proyecto? ¿Has seguido trabajando en él? ¿Llegaste a algún resultado? —preguntó.
—Más de lo que mi padre jamás soñó —respondí.
No, no estaba seguro si podía confiar en esa persona, que en su momento le dio la espalda a mi padre, pero la frase de Elia: ”¿Tienes una mejor idea?” volvía a resurgir en mi mente cada vez que dudaba de continuar con mi narración. Me escuchaba atentamente. Solo me había interrumpido para cancelar las citas que le quedaban ese día, y pedirle a su asistente que, por favor, nadie nos molestara. La habitación se había sumergido en penumbras, cuando terminé de contarle los últimos detalles.
—Bueno, ya lo sabe todo —le dije agotado. El relato me había hecho revivir los dramáticos acontecimientos en mi mente una ves más.
X no respondió enseguida. Se había echado para atrás pensativo, mientras se peinaba con los dedos su prominente bigote. Por momentos me miraba, como queriendo comprobar si realmente tenía delante un ser que era medio de otro mundo.
—No te preocupes hijo —dijo finalmente levantándose y poniéndome la mano en el hombro —haré lo que esté en mis manos para ayudarte.
Al otro día bien temprano la lujosa nave de X aterrizaba al costado de mi casa. Con genuino interés recorría el laboratorio, haciendo un sinfín de preguntas. Llenaba el aire de exclamaciones de aprobación o de asombro.
—Menudo trabajo han echo ustedes aquí —concluyó peinándose el bigote con los dedos.
—Muchas gracias.
—Bueno, sabe que mi tiempo desafortunadamente es limitado. Vamos a los cálculos.
Desplegué el complejo programa en el holograma. A pesar de todas sus excentricidades sin duda era uno de los mejores científicos que esta tierra ha dado. Le tomó un poco más de ocho horas para digerir el trabajo de varias décadas. Sin duda ayudaba que él había sido uno de los fundadores, pero aún así, mi respeto.
—¡Impresionante! —me dijo al terminar y me miró con mezcla de admiración y preocupación—. Es el trabajo más excepcional que he visto durante toda mi carrera. Tu padre estaría muy orgulloso. Te felicito —me decía visiblemente emocionado—. En circunstancias normales te diría que lo publicaras mañana mismo. Pero en tu caso… —Meneó la cabeza.
No quería presionarlo, pero estaba ansiosamente esperando que me dijera lo que tanto necesitaba escuchar. Él se dio cuenta y volvió a mirar el complejo algoritmo lleno de números y fórmulas.
—Hay una forma de deshacer el hechizo —comenzó después de una prolongada pausa y un suspiro. Midiendo cada palabra continuó—: hay un parámetro que no has tenido en cuenta hasta ahora por razones muy lógicas, que hace funcionar el algoritmo.
Se viró e introdujo unos datos sin que yo pudiera ver y le dio la orden al simulador de correr el programa.
Al rato en el aire colgaron en un color verde fosforescente las palabras tan añoradas por mí: “Desconexión exitosa”.
Me lancé hacia el ordenador ansioso por ver los nuevos parámetros.
—No tan rápido joven. —Me detuvo el profesor.
—¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿Qué hizo?
—Siéntese por favor.
Obedecí desganadamente.
—La condición para que se logre la desconexión permanente —se detuvo brevemente valorando cómo decir el resto— es que uno de los dos sujetos dejen de existir físicamente.
Estallé en una risa nerviosa.
—Jajaja. ¡Qué genio! —le lanzaba en su cara furioso—. ¡Qué gran misterio me acaba de descubrir! Por supuesto que con un solo sujeto no puede haber ninguna conexión. ¡Para eso no hay que completar ni la educación primaria!
No podía creer que acababa de ser tan miserablemente burlado. Como un maniático estaba recorriendo el laboratorio de una punta a otra gesticulando y diciéndole a X toda clase de barbaridades.
Él, todavía sentado en el puesto de mando, inmutable, me seguía con la vista. Relajado esperó que me vaciara, y cuando agotado caí en la silla recobrando la respiración muy tranquilamente dijo:
—Yo le mostré la condición que introduje en su modelo. Pero no le he dicho el valor del parámetro.
Sus dedos recorrieron el teclado y un grupo de fórmulas aparecieron colgando en el aire.
—¿No nota nada interesante? —preguntó irritándose con mi falta de atención.
Me encogí de hombros.
—¡Ninguna de ellas depende del factor tiempo! —alzó la voz en un esfuerzo de ponerme a pensar.
—¿Y?
—¿Cómo que “¿Y?” Al no depender del tiempo, lo único que importa es el hecho. No importa su duración —concluyó.
—Es posible —respondí aplastado por el peso de su revelación.
—Está bien. Yo sé que le he soltado una bomba. No lo voy a abrumar más con la teoría. —Se sentó a mi lado—. No tiene que morir, cómo mejor decirlo, de forma permanente, para lograr su objetivo. Una muerte clínica controlada por un equipo de reanimación experimentado debe poder resolver su dilema. Ahora le recomiendo no tomar ninguna decisión y descansar. Mañana con la mente fresca podrá ver más claramente qué es lo que más le conviene. Gracias por darme la oportunidad de ver el trabajo de mi viejo amigo culminado. Manténgame al tanto. Buenas noches.
X se marchó.
Pasé otro largo día en el trabajo. Me seguían mandando a descargar cemento. Yo tampoco me oponía, de todos modos no tenía cabeza para un trabajo que demandara más concentración. Llamé a Elena para que viniera para la casa. Cuando llegué me recibió intrigada y un poco nerviosa.
—¿Entonces? —me preguntó cuando nos acomodamos en el sofá.
—Encontramos una manera —comencé después de aclararme la garganta—. Hay una forma de deshacer el hechizo, como dijo el colega de mi padre.
—¡Qué bueno! ¡Gloria a Dios! —exclamó esperanzada—. Viste, que valió la pena volver a revisar. —Tomó mi mano entre las suyas—. Dios siempre tiene una solución debajo de la manga. ¿No te lo dije?
—¡¿Dios?! —respondí insultado—. Si esa es la solución de Dios, entonces…
Me detuve a media frase, cuando recordé la última predicación del pastor sobre Nicodemo. Miré a mi esposa espantado.
—¿Qué pasa? ¿Qué tienes? —se asustó al verme así.
—Sí, es de Dios —respondí desconcertado—. Él me lo había dicho días antes de que el profesor X revisara el algoritmo. No puede ser.
—No entiendo nada. Me tienes nerviosa. Acaba de decirme qué han encontrado, muchacho.
—Tengo que nacer de nuevo.
—¡¿Cómo?!
—Tengo que nacer de nuevo —repetí—. Tengo que morir y nacer de nuevo.
—¿De qué hablas? Si ya tú te has convertido al cristianismo hace años. Ya tienes el Espíritu Santo morando en ti.
—No —dije—, esta vez es literal. Tengo que morir y ser reanimado. Es la única manera que la fórmula funciona.
—No,no,no,no,no. Espera, qué disparate tú estás diciendo.
—No es un disparate —respondí—. Corrimos la simulación y funciona perfectamente. Deneb tiene que exponerse a una muerte clínica y ser revivido otra vez.
—¿Y esa es la súper solución del súper professssor del otro mundo? Pues dile al desgraciado ese que tendrá que buscar otra, oíste, porque así no va. Ese lo que quiso salir fácil de ustedes soltando lo primero que se le vino en su cabeza. Dale levanta ese moco y ponte a trabajar.
Si Elena explotó de indignación, a Elia le dio por deprimirse. Era su último día en el hospital y la alegría de que finalmente le daban de alta se le amargó con la noticia del resultado del encuentro con X. Ella trabajó conmigo en el proyecto. Sabía cuán meticuloso era con mi trabajo. Por lo que dedujo que si yo había aceptado el veredicto de X, es porque matemáticamente estaba correcto y era la única salida posible.
—No lo hagas —me dijo con lágrimas en los ojos—. Si no hay otra manera yo estoy dispuesta a unirme con Elena para ser como tú. Yo aprenderé a cuidar de tus niños, a navegar en ambos mundos. Me adaptaré a la vida que nunca para. Lo que sea, pero no eso.
Sentado en la cabaña, mirando los esbeltos pinos del otro lado de mi ventana, trataba de entender toda la profundidad de sentimientos y emociones que bullían dentro de mi complejo ser. Las últimas semanas habían sido tan desenfrenadamente intensas que me parecía que habían transcurrido décadas desde el día del accidente. Por un lado ha sido un tiempo sumamente excitante, pero por otro, miré el vaso que temblaba ligeramente en mi mano, mis cuerpos físicos estaban pagando el precio de estar montado en esa montaña rusa de forma permanente. “Y mientras vivas no te vas a poder bajar”, pasó por mi mente. Esta última idea, en cualquier otro momento me hubiera emocionado. Ahora, se sentía como una piedra de molino en mi cuello. Pensé en las palabras de Elia. Aún todo saliendo bien, y la fusión siendo un éxito, sería una carga emocional tan impactante que no sé si la podría sobrellevar. Y aunque pudiera. ¿Lo disfrutaría? Llevar dos casas, dos familias…¿sin detenerse, sin poder dormir? ¿O cuando los niños se enfermen? ¿Cuántas veces cruzaría de un lado para otro en una noche? Pasando el día entero preocupada si les bajó la fiebre del otro lado a sus pequeños. Ese día no va a poder concentrarse en nada, hasta que vuelva a cruzar. Agotada por tantas horas de incertidumbre. ¿Y querrá Elia realmente enredarse con niños? ¿O lo dijo solo por desesperación? Pero aún para unirlas, tendría que esperar meses, permitiendo que el sistema nervioso de Elia se recupere lo suficiente para aguantar el procedimiento. Si es que se recupera. Y todavía habría que ver que piensa Elena de todo esto.
Tantos detalles. Tantas posibilidades. ¿Cómo saber qué es lo que realmente conviene? ¿Cómo manejar las consecuencias? Yo, que hasta ahora he sido un electrón suelto en mi cabaña escondida del ojo humano, ahora soy responsable de tantas vidas.
Las agujas del reloj dieron varias vueltas. La luna me observaba indiferente desde el cielo. Miré mi reflejo en el espejo. De regreso me miraba el despeinado rostro que no hace tanto tiempo irradiaba vigor y juventud. Lentamente asentí con la cabeza. La decisión había sido tomada.
—¡Víctor Labrada!
—¡Doctor! —Extendí la mano.
—No pensé volver a verlo tan pronto —me dijo con notas pícaras en su voz.
—Por favor, tome asiento. ¡Camarera!
—Todavía estoy intrigado por lo que pasó aquel día.
—Bueno, ha presenciado el primer viaje de una mujer del planeta Tierra a un mundo paralelo.
—¡Guau! Buenísimo. ¡Qué honor! —se rio—. Bueno, ahora en serio.
—Ha logrado rescatar a una paciente de un shock neurogénico. —Cambié la perspectiva, consciente que lo de los mundos paralelos no iba a llegar a ningún lado.
Me miró desconfiadamente. Nada tenía sentido para él. Ni el procedimiento en el hospital, ni la forma en que se estaba desarrollando esta conversación con un albañil.
—¿Es usted de la seguridad del Estado? —me preguntó observándome muy atentamente buscando detectar el más mínimo desliz en mi camuflaje para poder resolver ese misterio que por lo que podía ver no lo dejaba en paz.
—¿Yo, seguridad del Estado? —me tuve que reír—. No, no, nada que ver —respondí, dándole vuelta en mi cabeza a diferentes escenarios de nuestra conversación, buscando de qué forma, en el poco tiempo de su receso de almuerzo, podía convencerlo de ayudarme. —Pero sí tengo una misión ultra secreta en la que voy a necesitar su participación —le dije—. Voy a necesitar que me vuelva a sedar por unos minutos.
—Jaja. ¿Qué, no le dejan dormir en la casa? —sonrió con malicia saboreando un bocado de ropa vieja[ Plato tradicional. Se prepara cocinando carne de res con verduras, especias y salsa de tomate hasta que esté tierna y deshilachada. El nombre "ropa vieja" proviene de la apariencia de la carne desgarrada, que se asemeja a ropa desgastada.].
En este lugar cocinaban delicioso.
“Dormir”, pensé. En ese momento me entró una añoranza de los no tan lejanos tiempos cuando podía recostarme y quedarme dormido tranquilamente y soñar con unicornios y elefantes verdes. Tener una siesta de una hora y poder seguir las actividades que había interrumpido, sin tener que esperar un día entero para continuar.
—Sí —suspiré—. Hace un tiempo no logro dormir de verdad en ninguna parte.
—Lo siento, pero creo que en ese caso se ha equivocado de especialista. Yo soy cirujano, no…
—Usted es el único en quien puedo confiar. —Le interrumpí después de fijarme en el reloj—. Usted es el único en quien mi esposa confiaría para esa misión —concluí recordando todo el peso de mi decisión.
—Oh, bueno, si es así… ¿Qué puedo hacer por usted?
Brevemente le expliqué que necesitaría poder estar conectado a todos los monitores con el equipo médico preparado para poder sacarme de un posible shock, listo para reanimarme si llegara a hacer falta.
—No parece estar bromeando. —Paró de comer y puso su plato a un lado—. No sé qué truco piensa hacer para que se le detenga el corazón, pero como médico tengo la responsabilidad de exhortarlo a no atentar nada contra su salud. Cualquier problema, por muy grave que parezca, siempre tiene solución. —Sacó un bloc de notas, escribió algo y me lo entregó—. Aquí tiene el número de teléfono de un consejero, buen amigo mío. Ha ayudado a muchas personas. Puede …
—Muchas gracias por su tiempo, doctor. —Le extendí la mano, levantándome de la mesa.
—Gracias por el almuerzo. —Se levantó también el médico, estrechando mi mano—. Cuídese. No haga disparates. Saludos a su esposa. La espero en la próxima consulta.
Camino a casa revisé todas las posibles alternativas al doctor Díaz. Ninguna me convencía. Él seguía siendo el mejor candidato para supervisar el proceso.
Hmm —pronuncié en voz alta, cuando una idea cruzó mi mente. Sentí una sonrisa dibujarse en mi rostro.
Por suerte en Pirson no tuve mayores problemas para conseguir un equipo médico y el local necesario. Elia, a pesar de estar completamente en contra, al ver que estaba decidido una vez más movió cielo y tierra para que tuviera lo mejor de lo mejor.
“Los errores cuestan caro”, pensé al permitir que la cajera se llevara la tercera parte de mis ahorros. Solo le pido a Dios que resulte.
—Muchas gracias por ofrecerse para supervisar el evento. Para todos nos va a ser mucho más tranquilo tenerlo a cargo.
—Es un privilegio para mí. Gracias por la confianza. Además, se lo debía a su padre —respondió X tras un sorbo de delicioso té.
Estábamos sentados en una amplia veranda. Hecha predominantemente de cristal, la construcción se apoyaba sobre la cornisa de una roca, dando la sensación de estar nosotros suspendidos en el aire. Debajo, a unos cien metros, las olas golpeaban con ímpetu las inmutables rocas.
—Entiendo que la decisión que ha tomado es correcta. Y lo felicito por tener las agallas para llevarla cabo. Aunque le confieso que, como hombre de ciencia, me cuesta mucho dejar ir la única evidencia de que el otro mundo existe. ¿Se acordará de lo sucedido cuando despierte?
—No tengo la menor idea. Como usted sabe no ha habido antecedentes de ese tipo. Estamos caminando en terrenos totalmente vírgenes.
—Sí, si hubiera forma por lo menos de obtener algún tipo de grabación. Algo que nos quede. No me conformo con sacrificar una proeza de tal magnitud.
—Lo único que he logrado grabar hasta ahora fue la visita de Elena en un video convencional, pero al estar en el cuerpo de Elia, no creo que sirva como prueba de nada. Fue muy breve. La IA ha hecho unas grabaciones muy exactas de los parámetros ocurridos durante el experimento, pero no es capaz de captar ni una mínima porción de los pensamientos o las memorias de los sujetos. La forma que he podido pasar información de un lado a otro ha sido memorizándola y posteriormente escribiendo el contenido del otro lado. Muy primitivo, pero es lo que he tenido a mi alcance —sonreí—. Apenas he comenzado a entender el complejo mecanismo que sin proponerme he creado. Hoy tengo más preguntas que respuestas. Básicamente, lo que he logrado hasta ahora es un puente.
—Es cierto, como ya le había dicho es el trabajo más sorprendente que he visto durante toda mi carrera. Bueno, ya que no puede retener nada, le sugeriría que vaya y se despida del otro mundo. Probablemente más nunca lo volverá a ver.
Saliendo de la casa de X me di cuenta que no solo de Cuba tenía que despedirme. No tenía seguridad de volver a ver Pirson otra vez.
Vivimos tan agitados, nos ocupamos de tantas cosas, y todas nos parecen importantes. Ninguna puede ser ignorada, pospuesta, abandonada. Y únicamente, cuando nuestra existencia es amenazada, cuando nos llegamos a dar cuenta que de un minuto para otro nuestro corazón puede dejar de latir, es que podemos ver que sobran los dedos de una mano para nombrar las que son realmente imprescindibles.
Si efectivamente me quedara un día en mi almanaque. ¿Que haría? La bocina del auto de atrás me recordó que el mundo no para por nada ni por nadie, sin importar la situación. Pisé al acelerador y dejé que mi vehículo se deslizara por las concurridas calles sin un destino específico. Mirando a los alrededores, pasaba los lugares que me traían muchos recuerdos, otros que no me decían absolutamente nada. Conduje otra media hora, cuando reconocí el camino por donde el subconsciente me estaba llevando. En el horizonte se podía divisar un imponente edificio de unos cincuenta pisos de alto. Enchapado en mármol y cristal se elevaba como una muralla al sur de la ciudad, representando el final del camino para la gran mayoría de sus habitantes. Allí en el piso treinta y cinco, ala B, número mil quinientos sesenta y nueve, se encontraban los restos de mi padre. Después del “entierro”, nunca más volví a ese lugar. No tenía mucho sentido para mí. Él no estaba en esa urna de bronce. La cabaña y el laboratorio tenían muchísimas más huellas y simbolismo que esta vasija tras un cristal. Pero hoy, parado frente a ella sentí la creciente necesidad de ponerme de acuerdo conmigo mismo sobre la otra parte de nuestra relación. Sobre el rencor tan profundo que había guardado por los últimos cuatro años en mi corazón y que hasta el día de hoy no había logrado erradicar. A pesar de haber sido un excelente padre, que me reconoció después de cumplir la mayoría de edad, de darme la oportunidad de tener educación superior y confiarme el trabajo de su vida, nunca me dio la oportunidad de conocer a mi madre. Me dijo que había muerto cuando era pequeño. Sólo después de que mi padre falleciera, su abogado me había entregado el acceso a su caja fuerte, donde estaban guardados muchos documentos. Entre ellos encontré el contrato en el cual, mi padre básicamente pagó a mi madre para ser donante, privándola de cualquier derecho materno posterior. En otras palabras él me había comprado para sí mismo. Pero eso no fue todo. Al investigar más a fondo pude encontrar los contactos de mis medio-hermanos. Al reunirme con ellos, me contaron la otra parte de la historia. De cómo mi padre se había aprovechado de la crítica situación en que se encontraba mi madre al quedar viuda, a punto de perder la casa donde vivía por no poder seguir con los altos pagos ella sola, y cómo la amenazó con cárcel una vez que trató de acercarse a mí para que la pudiera conocer. Irónicamente ella había fallecido unos días antes de que lograra encontrarlos. Al escuchar la historia por primera vez los tildé de mentirosos, les acusé de querer aprovecharse de la situación para obtener parte de la herencia de mi padre. No les creí de que siempre quisieron conocerme e incorporarme a la familia. Se ofendieron al punto que no nos hemos hablado desde entonces. Más tarde pude corroborar que realmente me habían dicho la verdad.
No sé por qué mi progenitor había actuado de esa manera tan egoísta . El dolor seguía presente en mi corazón. Me sentía traicionado. Y por mucho que trataba de encontrar alguna razón que justificara tales acciones, no lograba llegar a nada convincente. Él no tenía el derecho de tratarnos de esa forma. De robarnos el privilegio de ser una familia.
Mis mejillas se humedecieron, y mi vista se puso borrosa.
Estoy seguro, que si yo no fuera impactado por el accidente, hasta mi último aliento cargaría con ese resentimiento.
Pero, hoy, en el piso treinta y cinco, parado frente a los restos de mi padre, decidí perdonar. Inmediatamente me sentí aliviado. Solo ahora, me pude dar cuenta de la magnitud del peso que estaba llevando sobre mis hombros. Lo mucho que había afectado mi carácter. Lo mucho que me había amargado. Sentí las tensiones dentro de mí relajarse, permitiéndome respirar otra vez a todo pulmón.
—Descansa en paz —fueron mis palabras de despedida.
Al regresar al auto, ya tenía claro mi próxima parada.
—Buenas noches —saludé cuando me abrieron la puerta.
No me dejaba de sorprender lo confiados que vivían las personas aquí. No tenían cámaras, ni alarmas, ni sofisticados cerrojos. Y sobre todo, cómo le abrían la puerta a un extraño sin tener miedo.
—Buenas. ¿A quién busca? —me preguntó una joven de unos dieciséis años. Por la forma de proyectarse parecía recién graduada del preuniversitario. Acababa de integrarse a su familia después de los largos años de estar internada en la Academia. ¿Será mi sobrina? ¿Olivia?
—¿Se encuentra tu mamá?
—¡Mamá! —gritó desde la entrada—. Te buscan.
Una señora de treinta y tantos años se acercó a la puerta. Su cabello color fuego estaba meticulosamente arreglado en una apretada trenza. Al verlas una al lado de la otra no quedaban dudas que eran madre e hija.
—¿Deneb? —dijo con una entonación de desagradable sorpresa—. ¿Qué te trae por aquí?
—Felicidades. Olivia se ha graduado.
—Sí, hace dos meses —respondió suavizando un poco el tono, pero todavía alerta. Con un gesto indicó a la joven que se retirara.
—Sé que nuestro primer encuentro no fue bueno. —Me aclaré la garganta—. Vengo para pedirles perdón por la forma que he actuado. Voy a someterme a un procedimiento muy arriesgado, del que no tengo la seguridad de salir con vida. En caso que esta sea la última vez que nos veamos, quería que fuera en paz.
Me viré y sin levantar la vista me apresuré en marcharme. Cuando me monté en el auto la silueta de mi media-hermana todavía se vislumbraba en el umbral de la puerta. Por un momento me pareció que había levantado la mano en un gesto de despedida.
Una vez que abrí los ojos en Cuba, me di cuenta que tenía tantos lugares a donde quería ir, que no sabía ni por dónde empezar. La parte de Deneb tenía tanta curiosidad de explorar, de conocer, de experimentar. Hasta las cosas que para mí como Víctor eran tan banales, o incluso repulsivas, como por ejemplo dar una vuelta en el bus urbano sobrecargado de pasajeros, después de pasar dos horas en la parada esperándolo. “No te vas a perder nada importante si no lo haces”, trataba de convencerme a mí mismo. Después de algunas deliberaciones decidí que la música era algo que valía la pena incluir en la lista de despedida. Sobre todo la música tradicional.
Sorprendida Elena escuchaba al trío interpretar el Chan Chan, mientras disfrutaba de su mojito[ Bebida que se prepara con ron, zumo de limón, agua, hielo y azúcar, y se adorna con una rama de hierbabuena.].
—Bonito lugar, y cocinan muy bien.
—Me alegro que te guste.
—Es… diferente —dijo mirando alrededor.
En el medio, varias parejas con mucha juventud acumulada estaban tirando su pasillito.
El tresero maravillaba a su público con una virtuosa improvisación.
A pesar de nuestros mundos tener tantas similitudes, yo nunca había escuchado nada ni remotamente parecido en M.
La noche estaba muy agradable. La luna emergía de las ruinas de los edificios coloniales, bañada en bronce. Paseando por las animadas callecitas de La Habana Vieja llegamos al malecón. El mar acariciaba las rocas, susurrándoles algo que solo ellas podían entender. Nos fuimos caminando a lo largo del macizo muro llenándonos de la suave brisa. La contradicción de tener a Elena a mi lado, tan bella, en una noche cómo la de hoy, y no poder tocarla, me volvió a confirmar que había tomado la decisión correcta. “Mañana”, pensé, “Mañana esa tortura debe llegar a su final.”
La sala de operaciones bullía de actividad. La intensa iluminación obligaba a entrecerrar los ojos. Una ves más el profesor X estaba repasando cada detalle con los especialistas.
—Todo listo —me dijo mostrándome con la mano hacia la mesa de operaciones.
Elia se me acercó con pasos inseguros, como si caminara sobre la cubierta de un barco en fuerte marea. Con sus manos torpemente rodeó mi cuello y se quedó inmóvil en mi pecho.
—Regresa a mí —susurró escuchando los latidos de mi corazón —. ¿Oíste? ¡Regresa!
La tomé en mis brazos queriendo protegerla de lo que se avecinaba.
—Todo saldrá bien. Ya verás. —le dije suavemente al oído—. Todo saldrá bien.
—Deneb —escuché a mis espaldas—. Es tiempo.
Capítulo 8
—¡Otro día que vas a faltar al trabajo! —me reprochaba Elena, mientras acomodaba sus indomables rizos frente al espejo—. No era necesario, yo ya me siento de lo más bien. Podía ir con mi mamá, si te preocupa tanto.
—No, mi amor. Tu mamá ha hecho más que suficiente. Ahora me toca a mí. Dale, que no queremos llegar tarde—. Miré el reloj.
—Ya, ya casi —respondió pintándose los labios.
“Tan bella como siempre”, pensé abriéndole la puerta del taxi.
—Buenos días señora Mart-inez —tartamudeó el doctor al verme entrar tras ella a la consulta.
—Buenos días doctor —respondí.
—¿Cómo se siente? —preguntó concentrándose en su paciente, dándome la espalda.
“Perfecto” pensé mirando el reloj. Abrí el frasco de cloroformo y ensopé la esponja de una mascarilla, que había preparado de antemano. Me la puse y me quedé tranquilo con la cabeza recostada a la pared. Solo unos minutos más tarde el agradable olor llegó al doctor Díaz, quien interrumpió de inmediato el examen de las heridas de mi esposa y levantó la vista. Le tomó unos segundos para ubicar la fuente del aroma.
—¡Víctor, deténgase! —gritó lanzándose a mi encuentro.
Elena viró la cabeza con la mirada asustada y su rostro blanco como la nieve.
“Tarde doctor, tarde”, pensé con una sonrisa macabra e inhalando a todo pulmón repetidamente los perdí de vista.
“Pip”, “pip”, “pip”, se está acercando, “pip”,” pip”, que molesto, “pip”,” pip”, ¡qué insistente! “Pip”.
—No está respondiendo adecuadamente a la anestesia.
—Sí, lo puedo ver. Cambiemos de sedante…
El “pip” se fue alejando y una suave briza recorría mi cuerpo.
Todo daba vueltas. Mi estómago se retorcía queriendo soltar el desayuno que no había recibido. Un fuerte dolor de cabeza no me dejaba concentrarme.
—¡Despertó! ¡Doctor! ¡Despertó! Se está moviendo.
—¿Dónde estoy? —traté de articular, pero la lengua se negaba a obedecer.
—A ver —sentí una voz masculina—. Sí —suspiró—. Permítame. —Me apretaron la muñeca, aparentemente revisando el pulso.
—Es normal que esté un poco confundido y algo desorientado. Va a estar bien.
—Gracias doctor.
—¿Qué pasó? —Hice otro intento por ubicarme en tiempo y espacio.
—¡¿Qué pasó?! —se insultó una voz femenina que me resultaba bien conocida—. ¡Tú dime qué pasó!
—Shhh, ahora no. Deje que se recupere completamente.
—¿Cree que no le volverá a dar otro ataque?
—Espero que no. Aunque con él nunca se sabe. Tengo que volver a la consulta. Me avisa si ve algo extraño.
—Sí, doctor.
Los pasos se fueron alejando hasta que se perdieron en la distancia. El uniforme y monótono crujir de un sillón y el suave murmullo de un ventilador era todo lo que podía escuchar.
Alguien me puso la mano en la cabeza y susurrando pronunció una ferviente oración pidiendo por mi bienestar y protección. Funcionó, porque la neblina en mi mente se fue aclarando y las ideas comenzaron a tomar formas más definidas. “Sillón”, “ventilador”, “consulta” …¿Elena? La mente se negaba a funcionar queriendo volver a deslizarse al relajante limbo. Tuve que empezar otra vez: “Sillón”… Elena.
—Elena —la voz salió como un chillido agudo. Hice una mueca de disgusto.
—¿Víctor? —me respondió llena de emoción—. ¿Deneb? ¿Víctor?
—El que viste y calza —traté de bromear—. ¿No tienes un cafecito por ahí?
La vista estaba regresando y pude ver el rostro de mi esposa sonriendo aliviada con lágrimas en los ojos.
—¿Cafecito? Una galleta[ Cachetada] es lo que te voy a dar, sinvergüenza.
—No —chasqué la lengua en desaprobación— solo besitos —respondí—. Aquí.
Con el dedo índice todavía torpe le señalé a mi mejilla.
Me besó.
—Qué susto me has dado —me decía sujetándose la cabeza con una mano y peinándome con los dedos de la otra—. ¿Y qué fue lo que te picó esta vez? —continuó sin esperar la respuesta. ¡Prométeme que no lo vas a hacer más!
—Sí, mi bomboncito.
Me miró confundida.
—¿Qué pasa?
—Desde tu accidente no me habías llamado así—. Me miraba detenidamente. —¿Víctor? ¡¿Qué está pasando?! —demandó separándose de la cama.
Miré alrededor como si estuviera buscando la respuesta.
—Buena pregunta —respondí tratando de recordar cómo fui a parar a este lugar.
Con un gran esfuerzo me senté aguantándome de todo lo que me encontrara por el camino. Qué mareo.
Finalmente mi cerebro terminó de armar el fragmentado mosaico y de golpe me devolvió a la realidad.
—¡Deneb! —exclamé, tratando de levantarme— ¡Deneb! —me sujeté la cabeza con las dos manos.
Comencé a llorar.
—¡Víctor! ¿Qué pasa? ¡Enfermera, por favor llame al doctor!
—No hace falta —respondí sollozando—. Yo estoy bien.
Recosté la cabeza sobre la pared y cerré los ojos. Tanto tiempo anhelando este momento, y ahora que finalmente lo estaba viviendo, me di cuenta que no me había preparado para su llegada. Qué enorme vacío. Era como si la ropa me quedara varias tallas más grande. Se fue. Se fue mi segundo yo. Me volví a quedar solo en esta cabeza. Lo recordaba todo hasta el último momento en el hospital en Pirson. La despedida con Elia, los preparativos del profesor X. ¡Funcionó! Lo que sea que sucedió del otro lado dio resultado. Estaba libre otra vez para disfrutar de mi esposa, mis hijos, mi iglesia, mis amigos, mi trabajo…
Debería estar contento, saltando de alegría. No más confusión, no más cálculos y complejas fórmulas, no más dudas y angustiantes búsquedas. No más conflictos éticos, morales, religiosos, sociales. No más incertidumbre.
Sin duda estaba aliviado. Mi mundo se volvió simple y uniforme otra vez. Pero, ¿por qué esta pena en mi corazón? ¿Por qué esta melancolía?
—Vámonos, mujer —le dije a Elena en cuanto mis pies se dignaron a sostenerme otra vez.
—¿Estás seguro? —me miraba preocupada.
—Sí, ya. En la casa hablamos.
Nos asomamos a la consulta del doctor Díaz. Había acabado de despedir a otro paciente.
—Gracias doctor.
—Hmm —me miró haciendo una cara de molesto y señalándome con el dedo— finalmente se salió con la suya. No hay de que. Le debía el almuerzo —bromeó—. Cuídelo, señora, y por favor, no lo vuelva a traer a mi consulta —dijo medio en broma medio en serio.
—No se preocupe, doctor, a este ahora lo tendré bien vigilado.
—Otra vez gracias —me despedí—. Qué Dios se lo pague.
Entramos a la casa. Me quedé observando todo a mi alrededor, viéndolo en una nueva vieja luz.
—¿Ahora, tú me puedes explicar qué fue todo eso, Víctor? —la acusación estaba en cada palabra—. Ya me estoy hartando de tus jueguitos con Deneb a los bellos durmientes. Es peligroso. Gracias a Dios el doctor estaba allí mismo y pudo reaccionar enseguida.
—No tendrás que preocuparte más por Deneb —suspiré.
—¿Cómo?
—Siéntate por favor. No tendrás que preocuparte más por Deneb —le volví a decir.
—¿Qué me quieres decir? No me asustes.
—Lo que viste en tu consulta fue la separación permanente de Víctor Labrada y Deneb Dord. Tienes a tu albañil de vuelta.
Se quedó perpleja sin saber qué hacer con la noticia. Una mezcla de alegría, incredulidad y preocupación se reflejaba en su rostro. Me miraba directamente a los ojos, tratando de ver si era verdad, o si le estaba haciendo una broma de mal gusto.
—¿Y Deneb? —dijo al final.
—Deneb… —bajé la cabeza— espero que esté bien.
Le conté de los preparativos y el gran sacrificio que se había decidido hacer para poder restaurar las vidas de todos los implicados.
—Entonces, ¿cómo sabes si todo salió bien? —preguntó Elena impactada.
—Bueno. Estoy aquí, estoy vivo, estoy libre. El procedimiento fue un éxito. Con respecto a Deneb… No lo sé —respondí—. Es algo con lo que tendré que aprender a vivir.
—Pobre Elia. Tú te imaginas si le llegó a pasar algo a ese hombre.
—Lo único que te puedo decir, es que estuvo en manos de los mejores especialistas en su área.
Nos quedamos en silencio. Elena se corrió más cerca y me dejó abrazarla. Esta noche decidí todavía dormir en el sofá. Sería la primera vez. Preferí estar solo.
Al otro día abrí los ojos y…estaba en casa. En mi viejo y fiel sofá en mi querido solar. Oh, qué alivio. En punticas de pie entré al cuarto e inclinándome sobre el oído de mi esposa susurré:
—Felicidades mi amor.
Entreabrió los ojos y con voz todavía sonsa pronunció.
—Oh, lindo. ¡Te acordaste! —me puso las manos al rededor del cuello dejando caer la sábana al suelo y…
“ …Oh hija de príncipe! Las curvas de tus caderas son como joyas, obra de manos de artífice.
Tu ombligo, como una taza redonda que nunca le falta vino mezclado; tu vientre como montón de trigo cercado de lirios.
Tus dos pechos, como dos crías, mellizas de una gacela.
Tu cuello, como torre de marfil, tus ojos, como los estanques en Hesbón junto a la puerta de Bat Rabim; tu nariz, como la torre del Líbano Que mira hacia Damasco.
Tu cabeza se eleva como el monte Carmelo, y la cabellera suelta de tu cabeza es como hilos de púrpura; el rey se ha cautivado de tus trenzas.
¡Qué hermosa y qué encantadora eres, amor mío, con todos tus encantos! Tu estatura es semejante a la palmera, y tus pechos, a sus racimos.
Yo dije: “Subiré a la palmera, Tomaré sus frutos”. ¡Sean tus pechos como racimos de la vid, El perfume de tu aliento como manzanas, y tu paladar como el mejor vino[ Cantares 7:1-9 “Escrituras tomadas de la Nueva Biblia de las Américas (NBLA), Copyright © 2005 por The Lockman Foundation. Usadas con permiso. www.NuevaBiblia.com”]! “
La vida poco a poco fue tomando su rumbo. Volví a brillar en el trabajo. Hasta me gané un ascenso. Gracias a la experiencia con Deneb me quedé con todo su conocimiento científico y personal a mi disposición. Y aunque la capacidad de mi cerebro se quedaba muy por debajo de la prodigiosa materia gris del científico, él me enseñó cómo sacarle a mis neuronas el máximo. Así me fui entrenando en agilidad mental hasta que pude impartir clases de preparación para los exámenes de matemática a los estudiantes de distintos niveles. Con mucho cuidado, para no levantar sospechas me iba a barrios más alejados, donde nadie me conocía personalmente.
Elena se fue relajando. Con su fino sentido común me ayudaba a ir restaurando las relaciones. Los niños eventualmente dejaron de hacer preguntas incómodas, y todo marchaba viento en popa.
Entre una cosa y otra pasó un año y nosotros como de costumbre bajamos a la costa al lugar donde nos habíamos conocido, para celebrarlo. Recostados al tronco de una palma mirábamos las gaviotas sobrevolarnos llevadas por el viento.
—Once ya —dijo Elena acomodándose en mi pecho.
—¡Qué aguante! —le respondí con una broma.
—¡Eso digo yo! —Me enterró su codo en las costillas.
—¡Ay, mamita! Me vas a abrir un agujero.—La pellizqué ligeramente en respuesta.
—Exagerado —dijo jugando con su cabello—. Viste qué color azul verdoso más lindo tiene el agua hoy.
—Bueno, técnicamente hablando, el agua en esta parte del Caribe es incolora. Lo que ves es el reflejo de una parte del espectro de la luz del sol. El tono azul es porque la longitud de honda más corta se absorbe menos por las moléculas del agua y por lo tanto se refleja más fácilmente, llegando a los receptores en tus ojos como la predominante. Por otro lado la tonalidad verde se debe al color del fitoplancton que habita en las capas superiores del océano. Esos microorganismos absorben radiaciones electromagnéticas en los rojos y azules del espectro visible, pero reflejan los verdes, por lo que las aguas en las que habitan se ven de ese color.
—Ay que técnico. Como usted diga, profesor —respondió de forma juguetona tropezando en la última palabra. Suspiró y se quedó callada encogiendo las manos y los pies, poniendo la barbilla sobre sus rodillas. La apreté más fuerte contra mi pecho.
Los dos nos quedamos en silencio pensando en lo mismo. No los mencionábamos muy a menudo últimamente, pero seguían muy presente en nuestros corazones.
—¿Crees que estén bien?
Estaba a punto de responderle lo mismo que tantas otras veces, cuando unos niños que jugaban en la orilla comenzaron a gritar.
—¡Mamá, mira, mira! —Señalaban hacia el cielo.
Subí la vista y me quedé sin palabras. Con un gesto indiqué a Elena en dirección a las nubes. De un salto nos pusimos en pié, atónitos. Nos quedamos con la boca abierta presenciando cómo las nubes de deformes cúmulos se iban organizando en una clara imagen, en la que se veía una pareja sonriente, abrazados, con una bebé en sus brazos. Nos miramos y rompimos en llanto de alegría. Era el mejor regalo que hubiéramos podido recibir en nuestro aniversario. La imagen se desvaneció tan repentinamente, como había aparecido, pero se quedará para siempre en nuestros recuerdos.
—¡Gloria a Dios! —exclamó mi esposa cuando finalmente pudimos recuperar el habla.
—¡Gracias, Señor! —secundé su alabanza.
No nos habíamos percatado cuánto necesitábamos tener ese contacto. Durante el último año la inquietud por lo que pudo haber pasado del otro lado no nos dejaba en paz. De alguna forma nos sentíamos culpables de disfrutar de tantas bendiciones que el Señor había derramado sobre nosotros, mientras existiera una posibilidad de que en M todo haya acabado en una tragedia. Con saber que Deneb salió de esa con vida ya hubiera sido un gran alivio. Pero lo que pudimos ver hoy superó todas las expectativas.
—¡Guau! —dijo mi amada secándose las lágrimas—. ¿Cómo lo habrá hecho?
—No sé, pero de alguna forma ha logrado manipular la materia, y esta vez sin un intermediario humano.
—¿Y entonces? —preguntó mirándome de medio lado, aludiendo a nuestra reciente conversación sobre mi superación.
—Sí, —respondí revisando cómo me sentía al respecto después de la experiencia de hoy—. Sí, creo que la cuchara de albañil me va a tener que disculpar.
Agradecimientos
Le doy gracias a mi Señor y Salvador Jesucristo por todas sus bendiciones.
Especialmente por regalarme esta hermosa familia que ha sido la inspiración y apoyo incondicional durante toda la travesía de la creación de este libro.